Daniel Guzmán: “Con 16 años la policía me pegó una paliza y estuve tres días en comisaría”
El actor reconvertido en director estrena ‘La deuda’, ejemplo de ese cine social que, según él, cuesta cada vez más sacar adelante en un panorama plagado de comedias


A Daniel Guzmán (52 años, Madrid) hay que sacarlo a la calle. Solo allí se explican su vida y su cine, que a menudo son casi lo mismo. Para esta entrevista quedamos en el centro de Madrid delante del edificio donde ha grabado su última película, La deuda. En la historia, su personaje se zambulle en una angustiante huida hacia delante para evitar ser desahuciado por un fondo que quiere rehabilitar el bloque. En la vida real, se trata del Edificio Montano, una reliquia del siglo XIX que también está en obras. Mientras posa para la cámara, un corro de hombres encamisados se reúne en la puerta. Uno de ellos se acerca sonriente, charla un rato y se aleja. “Van a hacer un coliving. Me lo ha dicho con la boca pequeña y yo le he respondido: ‘Pues entonces te va a encantar la peli, macho”, resume entre risas.
Al bajar la calle lo interceptan otras dos personas más para pedirle fotos. El personaje que interpretó en Aquí no hay quien viva sigue triunfando entre los jóvenes, aunque hace una década que apartó la interpretación para escribir, dirigir y producir sus propias películas. Con La deuda, cierra un ciclo, junto a A cambio de nada (2015) y Canallas (2022), en el que se ha dejado la piel, y casi la salud, por retratar los conflictos, los vínculos y los barrios de su atormentada adolescencia.
“Siempre he tenido la necesidad de ser libre por mi problema con la autoridad, pero al mismo tiempo, como un perro, busco que me acaricien cuando me vean”
“Para entender tu vida suele ser más fácil gastarte 60 euros en terapia que cinco millones en una película. Pero a mí, cuando se me mete una historia en el cuerpo, la tengo que contar”, explica después sentado en una taberna. Pega un sorbo a su té y suelta: “Tengo que psicoanalizarme”. Lo repite varias veces en la conversación, como invitando a hacerlo con él. Empezamos, como no, por la infancia.
Hitchcock decía que la primera vez que pisó una comisaría fue porque su padre lo llevó por portarse mal y esa anécdota tan tonta había marcado por completo su vida y su cine… No es ninguna tontería, me parece maravilloso. Me recuerda a una experiencia que tuve con mi madre. Mi madre fumó durante mucho tiempo, una o dos cajas al día en sus épocas más difíciles. Yo cogía los paquetes y hacía que fumaba con 4 o 5 años. Un día me dijo: ‘¿Quieres fumar? Pues venga, yo te lo enciendo y tú absorbe el humo con fuerza’. Acabé vomitando, ahogándome, bebiendo leche y nunca he vuelto a fumar. Esos recuerdos de la infancia se graban a fuego.

En su caso, ¿recuerda cuándo pisó por primera vez una comisaría? Con 16 años, por un tema de un robo. La detención fue bastante violenta para un niño de esa edad, me pegaron una paliza y estuve tres días en comisaría hasta pasar a disposición judicial. Después me devolvieron esposado al barrio, eso te estigmatiza mucho y te acompaña de por vida. Quizá de ahí viene mi problema con la autoridad. No soporto que me manden y cada vez que veo a alguien con una placa abusar de un pobre o un manifestante me entra una ira que no sé cómo gestionar. Y eso está en mis historias, claro. Mis películas están llenas de interrogatorios, policías y descampados.
En sus redes se define como un “perro callejero”, ¿sigue sintiéndose así? Sí, tiene mucho que ver con el cine quinqui y el mundo de la delincuencia que yo viví entre los años ochenta y noventa. Un perro callejero necesita encontrar su lugar viviendo en la calle sin collar, pero también va buscando afecto. Además si no conoce las reglas de la calle, le pueden hacer mucho daño: le atropellan o le dan una patada. En el fondo es lo que les pasa a mis personajes y a mí mismo. Siempre he tenido la necesidad de ser libre por mi problema con la autoridad, pero al mismo tiempo, como un perro, busco que me acaricien cuando me vean.
“Todo el mundo ha visto ‘Aquí no hay quien viva’ o lo sigue viendo. A veces vienen algunos y me dicen: “qué viejo estás, tío”. ¡Es que hace 20 años que lo grabé!"
Para alguien que ha vivido y rodado tanto en la calle, ¿cómo cambia ser tan conocido? No sabes lo que es la intimidad hasta que la pierdes. Me pesa mucho no poder observar por la calle como antes por sentir que todo el mundo te está observando a ti. Yo siempre analizaba mucho la calle, allí me han pasado todo tipo de historias, pero llegó un momento que eso cambió. Aquí no hay quien viva fue un fenómeno social y después ha seguido siendo número uno en plataformas. Sociológicamente es muy interesante porque me pillan tres generaciones, los de 60 años, los de 40 y los de 20. Todo el mundo lo ha visto o lo sigue viendo. A veces vienen algunos y me dicen: “¡Qué viejo estás, tío!”. ¡Es que hace 20 años que lo grabé! Si pudiera elegir me gustaría ser una cara desconocida, pero entonces no podría haber desarrollado el resto de mi carrera. Es una factura, un peaje que hay que pasar.
Su próxima película se titula La deuda, ¿tiende a arrastrar todas estas deudas emocionales? Absolutamente. Tanto las deudas emocionales como la culpa están completamente enraizadas en nuestra cultura. En una sociedad tan religiosa la culpa sirve como mecanismo para tenernos controlados. La culpa se supone que acaba con el perdón de los curas o de un ser en el espacio, pero en realidad somos nosotros los que deberíamos perdonarnos y aceptarnos a nosotros mismos.

Pero, ¿ha sido religioso en algún momento? No, no, yo soy ateo. En mi familia nunca han sido muy religiosos, ni siquiera mi abuela, que fue una tipa adelantada a su tiempo. Vamos, dada mi trayectoria, soy bastante punki. Me crié con Evaristo y La Polla Records y ahora estoy montando un grupo de música de versiones suyas. Yo no canto ni en la ducha, así que grito y me dejo la garganta. Nuestro primer concierto va a ser el 20N, para que veas lo que me importan a mí los dogmas y el cristianismo. Pero el conflicto con las deudas y la culpa, y hasta qué punto nos impiden evolucionar, me parecía un temazo.
¿Y qué hay de las deudas económicas? Cada vez que acaba una película jura que será su última. Son procesos que te acaban desgastando física y económicamente. Para tener una autoría, es decir, para que no me quiten páginas de guion o personajes, me tengo que producir yo mismo. No tengo estructura, todo pasa por mí. Si una película te quita dos años de tu vida solo para producirla, imagínate cuando además actúas, escribes y diriges. Es una esquizofrenia, no quiero seguir haciéndolo, es de ser un ignorante. Sobre todo, cuando después está solo una semana en la cartelera. El cine ha cambiado mucho con la llegada de las plataformas. Antes te transformaba, pero eso ya no es posible. Con tantos estrenos solo uno o dos sobreviven cada semana y a tu película no le da tiempo a convertirse en una herramienta social, una herramienta para entender la vida que, al final, es lo que hace el cine.
“Tal vez debería dedicarme a otra cosa que no tenga nada que ver con el cine. Si tu trabajo te pasa por encima, es mejor cambiar”
Aun así sigue estrenando películas, ¿por qué? Eso me pregunto yo, me tienen que psicoanalizar. Como necesite contar una historia, muevo el mundo para hacerlo. Intento hacer películas que se queden con el público. Que te cuestionen, que te incomoden y que, cuando veas un delito, alguien robando un móvil, por ejemplo, te aleje de ser de esa persona que se tira encima de él y le pisa el cuello. A lo mejor, gracias al cine, no te conviertes en el policía que le aprieta el cuello y lo mata o, cuando ves lo que está pasando en Gaza, dejas de mirar hacia otro lado y paras La Vuelta Ciclista. A lo mejor el cine, y no quiero ser demagogo, te pone en el lugar de los que no lo tienen tan fácil y los entiendes.
En España existe cierto prejuicio del público hacia el cine social, ¿de dónde cree que viene? Más que un movimiento cultural, vino de un impulso industrial. A partir del año 2010 las televisiones crearon productoras porque la ley les obligaba a invertir en cine. Buscaban hacer solo películas de entretenimiento, comedias y terror. Los cineastas independientes reivindicábamos la excepción cultural y el cine diverso, pero ellos decían que el cine social no le interesaba a nadie porque las películas eran tristes y oscuras. Pero no es verdad, en los años noventa era el más taquillero y, para mí, el barrio es donde hay más alegría y color y donde más te ríes de ti mismo. No hay solo un tipo de cine social, puede haber comedias o thrillers, y justo por esa diversidad es tan necesario.

En La deuda aborda la gentrificación, un problema que el cine lleva años retratando. ¿Por qué es necesario seguir haciéndolo? Hombre, dentro del capitalismo, una película no va a hacer mucho. Al final esto es parte del sistema económico de un país que ha apostado todo al ladrillo, al turismo y a los servicios. Las grandes ciudades llevan décadas fagocitándose a sí mismas y especulando con el bien de la vivienda. Pero el cine sí que puede ser una lupa para amplificar el problema y generar pensamiento crítico. Mira lo del coliving de antes. Estaban todos: el técnico de urbanismo, el de la constructora y el propietario… Es un edificio mítico donde se ha rodado mucho y me han dicho que la mía iba a ser la última película porque han cambiado la licencia y van a reformarlo entero. La gentrificación pura y dura. ¡Qué casualidad que justo se vaya a convertir en lo que cuenta la película!
Imagino que eligió la zona precisamente por eso. Aquí vive mi madre y aquí viví con mi abuela. En la última etapa de su vida sufrió un trombo pulmonar y todas las tardes íbamos al centro de salud. Le ponían la mascarilla y no podíamos hablar, así que nos pasábamos 15 minutos sonriéndonos con los ojos. La película se me ocurrió allí. Caminábamos todos los días por estas calles desde las que se ven a lo lejos los edificios grandes que van comiéndose el Madrid antiguo. Al final, siempre busco volver a los lugares donde he echado raíces para contar mis historias y los espacios acaban convirtiéndose en un personaje más. Me gusta ver a mis personajes como las flores que salen a la luz entre medias del asfalto, el hormigón y el ladrillo.
Uno de ellos fue su propia abuela a quien dirigió años antes de fallecer. ¿Ha podido volver a ver la película? No soy capaz, es imposible. No puedo ver ni una imagen de A cambio de nada. Es más, cuando estoy en el ordenador buscando fotos y aparece mi abuela la paso rápido porque no puedo. Allí tengo un asunto que solucionar.
De hecho, en las siguientes películas ha recreado su figura con otros personajes ancianos. Mira, Hitchcock decía que no se tenía que grabar con niños y animales, pues yo además lo hago con ancianos. Hitchcock me mataría, pero a mí me sale solo. Quizá esa conexión venga de mi propia experiencia, pero creo que también es por mi relación en general con los ancianos. Es una relación puramente egoísta, me río mucho con ellos y aprendo mucho por su sentido común y su educación. Las relaciones intergeneracionales son mucho más ricas que el resto. Tienen otro punto de vista porque están cerca del final y hay que aprender de eso porque en tres telediarios estamos allí con un simple ‘corte a’. En nada estaré recordando esta entrevista con mis nietos.
¿Y qué le gustaría poder decirles a sus nietos que hizo después de esta película? No sé si seguiré trabajando en el cine, tal vez como actor o director si me llaman. Pero no creo que siga levantando estos monstruos de 5 millones de euros, porque ya no lo hacen casi ni los estudios. Me he desgastado, quiero vivir, viajar, estar con mis colegas del grupo de música, dedicarme a otras cosas… A lo mejor me da por hacer un podcast. Lo que me ha hecho feliz mucho tiempo no tiene por qué seguir haciéndolo y tal vez debería dedicarme a otra cosa que no tenga nada que ver con el cine. Si tu trabajo te pasa por encima, es mejor cambiar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
