Sé mala persona pero sé buena rata
No es de mala gente vivir desconectado de la guerra, el ChatGPT, los virus y otros recordatorios constantes de nuestra propia mortalidad. Pero algo sí que nos cambia por dentro
El silencio más interesante que haya oído en tiempo, diría de un segundo y 56 años de duración, se produjo el otro día, en una de esas cenas vagamente profesionales, en el momento de presentarnos entre desconocidos. Estábamos escuchando al más alto de los presentes, ingeniero, especializado en experiencia de usuario, tan irreprochable que solo oírle generaba culpa. En concreto, cuando este señor anunció que trabajaba para PornHub.
Algo cambió en la temperatura de la habitación. Ni el más listo quería ser el primero en encajar esa noticia. Como si se hubiera anunciado el fin de la guerra pero en el bando perdedor. Tardé en entenderlo (iba a estar yo aquí si tuviera reflejos sociales) pero me pareció que el siguiente desconocido en hablar quedaría marcado por su familiaridad con la plataforma de vídeos porno o por la charada de fingir no conocerla. Integrar al ingeniero o distanciarse de él y ponérselo fácil al grupo. Una tablas mexicanas libradas en silencio, en cual llevábamos, diría, 43 años, imperturbables, ceño fruncido a lo Betty Friedan: saguntinos blindados ante un canapé. 44 años, preparados para abandonar al que mostrara demasiada empatía con el ingeniero. Como ratas.
No, ni siquiera como ratas. Me acordé -claramente, tiempo había– de un experimento hecho hace unos diez años en la Universidad de Chicago: los científicos encerraban a una rata en un tubo que solo se podía abrir desde fuera y dejaban a otra libre. Al su lado, ponían chocolate. La rata libre podía elegir comérselo o ayudar a su compañera. 23 de 30 ratas eligieron lo segundo. No fue un estudio muy ético, pero de él sacamos tres cosas importantes. Primero, una definición fiable de buena persona (buena rata, al menos): alguien que se responsabiliza por el bienestar de los suyos, en una jaula, en la Batalla del Somme o en una cena un jueves. Segundo, estas las ratas habían vivido juntas en jaulas y de aquella socialziación esta empatía. Tercero: ser buena persona o buena rata no es tan cultural o educativo como suena, sino algo innato. En el peor de los trances, existe la certeza de que hay buenas personas en el mundo.
Otra cosa es cuánto se estilen. En la prensa, por no salir de lo mío, sabemos que perdemos lectores. De malas noticias, sobre todo. La conclusión fácil –la que no conlleva autocrítica– sería que al individuo le ha dejado de importar el mundo. Lo cual me parece casi razonable. Si has nacido a partir de 1990, te ha tocado crecer dentro de una u otra forma de apocalipsis: terrorista, financiero, climático, viral, ideológico o bélico. Con la hecatombe convertida en ruido de fondo, preocuparse por el mundo en general es ya una inquietud casi maniática. Porque, al final, la vida sigue, la nuestra al menos, y no es de mala persona haber descubierto que, si uno se ciñe solo a lo que tiene delante, puede hacer sus cosas, aguantar a su jefe, comprar el pan y quedar con sus amigos sin que Putin, los virus, ChatGPT y demás nos recuerden constantemente que somos seres extremadamente mortales. En realidad, suena hasta sano. Pero no deja de ser vivir de espaldas a los demás.
56 años de silencio. Uno de los más tímidos del grupo lanzó una broma para el chaval de PornHub (quizá para salvarse a sí mismo, estilo duelo a la mexicana): “Pues no sé qué habéis tocado en el algoritmo, me recomendáis vídeos rarísimos”. Nadie se rio. Otro, más darwinista, liquidó: “Sí que estás puesto en porno, amigo”. Con mi ritmo habitual, tardé hasta el entrante en enterarme de lo que había pasado. Ojalá haber estado, pensé entonces, a la altura de las ratas.
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