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Vestido para la aventura
Columna
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El diablo no viste de Prada

Peor aún que los demonios de gama alta son sus esbirros, los que mantienen encendidos los hornos del infierno

Bill Cosby disfrutando de su propio infierno en la comedia satánica ‘El diablo y Max Devlin’ (1981).
Bill Cosby disfrutando de su propio infierno en la comedia satánica ‘El diablo y Max Devlin’ (1981).
Jacinto Antón

El diablo no suele vestir de Prada. Doy fe de ello porque una vez me tocó encarnar a un demonio –desde luego la frase suena a El exorcista– e iba hecho una facha. Me enfundé en una especie de mono grueso de lana con capucha rematada por dos cuernecillos y por detrás me colgaba una cola rematada en punta de flecha.

Caracterizarte de diablo te hace albergar malos pensamientos (“Better to reign in Hell than serve in Heav’n!”, mejor reinar en el Infierno que servir en el Cielo, como decía el poeta John Milton), incluso algunos pensamientos impuros que son bastante más entretenidos que el odio a Dios y tal. Pero a mí, sobre todo, me dio mucha vergüenza.

Fue, y valga la paradoja, por una buena acción: colaborar con el grupo de teatro Comediants en la celebración de su 40º aniversario en 2013. Se les ocurrió disfrazar de sus famosas y pirotécnicas huestes infernales a algunos amigos, y ahí estaba yo, a mano. Aproveché la experiencia para tentarme a mí mismo. “Jacinto, sírveme”, me dije. Y me serví un gin tonic.

En realidad no me gustan los tratos con el diablo. Me impresiona mucho la gama alta, Lucifer, Satanás, Belcebú, Astaroth (el de Fausto), Mammón (sic), Adrammelech (gran canciller del infierno y que a veces se aparece en la forma de pavo real, el tío, ves a saber por qué). Es imaginar que surgen ahí delante en medio de un pentagrama o un aquelarre y sentir el impulso de salir pitando, arrojando mi alma para que se entretengan con ella y no me pillen. Pero con lo que tengo un verdadero trauma es con las jerarquías inferiores, los currantes del Averno, por así decirlo, los que mantienen encendidos los hornos. De pequeño, cuando me llevaban al parque de atracciones del Tibidabo, en Barcelona, huyendo de la noria, acababa indefectiblemente abismado ante un diorama en la sala de los autómatas que mostraba el infierno.

Echabas una moneda, te asomabas por una mirilla y se encendían las luces para revelar el abismo del Tártaro en todo su espanto. Era tal y como decían los curas. Las acongojadas figuritas de los condenados descendían desnudas en una fila incesante impulsadas por un mecanismo. Abajo aguardaban las ollas donde ya purgaban su pena eterna los desdichados. ¡Qué miedo! Carne de gallina se me ha puesto, ¡j… Pedro Botero!

Con eso, El diablo en la botella de Robert Louis Stevenson, y Linda Blair-la-niña-es-mía-qué-gran-día-para-un-exorcismo-padre Karras-que-salgas-de-ahí-te-digo-Pazuzu, ya no duermo.

Para exorcizarlos y conciliar el sueño me pongo Tubular bells y cuento demonios, pasando revista a los mejores que ha dado el cine, el Louis Ciphre de Robert de Niro en El corazón del ángel, el John Milton (!) de Al Pacino en El abogado del diablo, el rijoso Daryl Van Horne (!!) de Jack Nicholson en Las brujas de Eastwick, el Satán de traje blanco de Peter Stormare en Constantine

Flamígera pasarela. Si eso no es un gran desfile de moda, que venga Lucifer y lo vea. Ojo: espero que esto no valga como conjuro.Estaríamos buenos. Es decir, malos.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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