La leyenda negra de la joya española que coronará a Carlos III
El monarca británico lucirá este sábado la corona del Estado Imperial, que lleva en su parte frontal una espinela roja que perteneció a la casa castellana de los Borgoña. La gema ha sobrevivido a más de 700 años de guerras, revoluciones e intrigas palaciegas
Carlos III entrará este sábado a la abadía de Westminster sin corona y, dos horas después, saldrá de la iglesia abacial con la corona del Estado Imperial sobre su cabeza. Se estima que al menos 277 millones de personas verán por televisión la procesión que hará el rey desde Westminster hasta el palacio de Buckingham. Durante esos 45 minutos de trayecto, la audiencia podrá disfrutar de uno de los espectáculos más raros del mundo: el de los destellos bajo el sol de las 2.901 piedras preciosas que adornan la joya con la que el monarca desfilará por las calles de Londres. El diamante Cullinan II, de 317 quilates, también conocido como “la segunda estrella de África”, es la gema más valiosa de esta pieza, pero en el centro del florón con forma de cruz de la parte frontal brilla el llamado “rubí del príncipe negro”, una de las espinelas rojas sin tallar más grandes del planeta. El pedrusco, que ha sobrevivido a más de 700 años de guerras, revoluciones e intrigas palaciegas, esconde una leyenda negra española.
Nada es lo que parece en esta gema. En realidad, el rubí del príncipe negro es una espinela, aunque no fue hasta finales del siglo XVIII cuando se depuró el sistema para diferenciar ambos minerales. La piedra, de 170 quilates y 5,08 centímetros, es una de las joyas de la corona más antiguas. Llegó al Reino Unido casi por azar. No es exacto que fuese robada del monasterio de Santa María la Real de Nájera (La Rioja) por los ingleses, como narran algunas crónicas riojanas. Pedro I de Castilla, apodado El Cruel por sus detractores y El Justo por sus partidarios, se hizo con ella en 1362 después de asesinar a Muhammad VI, el soberano nazarí de Granada. Según cuenta Pedro López de Ayala en su Crónica de Don Pedro, el rey castellano encarceló, saqueó y asesinó al monarca granadino durante una visita a Sevilla. Según el canciller López de Ayala, entre sus ropajes encontraron “tres piedras balajes”, cada una del tamaño de un huevo de paloma. Una de ellas sería la que lucirá Carlos III.
Pedro I cortó la cabeza de Muhammad VI y la envío a la Alhambra pinchada en una pica. El rubí nazarí nunca regresó al Al-Andalus, pero tampoco estuvo mucho tiempo en posesión del monarca castellano. En 1366, pocos años después de hacerse con ella, El Cruel o El Justo tuvo que entregársela a Eduardo de Woodstock, primogénito de Eduardo III de Inglaterra, como forma de pago por la ayuda que le dio para sofocar una revuelta liderada por Enrique de Trastámara. Woodstock, apodado el príncipe negro por el color de su armadura, derrotó al hermano de Pedro de Castilla en la batalla de Nájera, en abril de 1367, y regresó a Inglaterra con el rubí y con las dos hijas del rey castellano, Constanza e Isabel. La primera se tuvo que casar con Juan de Gante, duque de Lancaster, y la segunda con Edmundo de Langley, duque de York.
La joya desapareció de los registros hasta 1415. Los Plantagenet, los Lancaster y los York le atribuyeron poderes divinos, basándose en una leyenda que aseguraba que esta provenía de las minas del rey Salomón, en algún lugar de África. Algunas fuentes apuntan a que en realidad se extrajo en Kuh-i-Lal, en lo que hoy es Tayikistán, en Asia Central. La espinela es conocida como rubí balaje, que deriva de balaj, el gentilicio de Badajshán, una zona a caballo entre Afganistán y Tayikistán. Pero los análisis más recientes apuntan a que podría preceder de las minas de la actual Myanmar. Enrique V de Inglaterra la llevó durante la batalla de Agincourt, donde la arquería inglesa destrozó al ejército francés de Carlos VI. Esa victoria aumentó la leyenda y la mística de la piedra.
Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, la habría tenido en sus manos durante su matrimonio con Enrique VIII. El inventario del rey de Inglaterra de 1521 menciona “un gran rubí balas” engastado en la corona Tudor, que se cree que era la espinela del príncipe negro. Pero volvió a desaparecer cuando Oliver Cromwell convirtió a Inglaterra en una república. Cromwell hizo desarmar, fundir y vender gran parte de las joyas de la corona. No está claro qué sucedió con el rubí durante la Mancomunidad de Inglaterra, pero debió adquirirla alguien de la familia real porque volvió a palacio cuando la monarquía fue restaurada en 1660. La reina Victoria la incorporó a una nueva corona del Estado Imperial hecha para ella por los joyeros y orfebres Rundell and Bridge. La lució en su coronación, en 1838. En el retrato oficial de coronación realizado por Sir George Hayter se puede ver claramente a la soberana inglesa tocada por la inmensa piedra roja.
La corona del Estado Imperial ha sufrido una docena de modificaciones en los últimos dos siglos. Jorge VI, padre de Isabel II y abuelo de Carlos III, la mandó a aligerar para su propia coronación, en 1937. Más ligera, sí. Pero hasta ahora ningún monarca se ha atrevido a prescindir del rubí del príncipe negro. La piedra conserva su halo de poder y misterio, aunque muchos reyes que la han llevado no han tenido muy buena suerte. El rey Bermejo de Granada murió llevándola consigo. Pedro I de Castilla se la tuvo que entregar a los ingleses y tres años después fue asesinado. Eduardo de Woodstock, el príncipe inglés que le da nombre, nunca llegó a reinar. Ricardo III perdió su trono cuando la llevaba puesta. Ajeno a las supersticiones, Carlos III la lucirá este sábado en su coronación.
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