Fabergé: el joyero de los Romanov que enamoró a Londres se exhibe en el Victoria and Albert Museum
El artista ruso se consideraba un artesano y creía que el valor de una pieza se basaba en su laboriosidad
¿Qué es lo primero en que se piensa cuando se escucha el nombre Fabergé? Indudablemente, en los icónicos huevos de Pascua, una de las creaciones artísticas más costosas jamás producidas, pero el joyero del ocaso de la Rusia imperial va mucho más allá de estos objetos que, todavía hoy, siguen generando fascinación. De ahí que el Victoria and Albert Museum de Londres haya querido dedicar a Peter Carl Fabergé (San Petesburgo, 1846) una retrospectiva que brinda una ocasión única de ver, bajo un mismo techo, piezas que no se reunían desde la Revolución Rusa de 1917.
Fabergé en Londres: del Romance a la Revolución abre sus puertas este sábado como una de las grandes apuestas del museo británico tras la pandemia y ofrece la oportunidad de descubrir una faceta mayoritariamente desconocida hasta ahora del orfebre ruso: su vinculación con el mundo anglosajón. Su experiencia en la Exposición Universal de París de 1900, donde representó a su país, y sus extensos viajes por Europa en las décadas anteriores lo llevaron a concluir que el influjo de la ciudad del Támesis, su frenética actividad y el crisol de realeza, oligarquías y anhelos de una sociedad obsesionada con el concepto de clase eran insuperables para el ethos de su trabajo.
En 1903, abrió allí la primera y única franquicia fuera de Rusia y, como demuestra la exposición, el envite puso a sus pies a la que constituía ya una de las grandes capitales financieras y del lujo, gracias a una acaudalada clientela internacional y la inestimable ayuda del rey Eduardo VII y la Reina Alejandra, ávidos coleccionistas de su obra. En el delirio del Londres del arranque del siglo pasado, cualquier pieza que llevase su nombre era objeto de deseo, y nadie escapaba al hechizo: monarcas, aristócratas exiliados, marajás, financieros y todo aquel que quisiese ser alguien en los círculos más exclusivos quería su ración de Fabergé.
La mayoría de las 200 piezas reunidas en el Victoria and Albert Museum se exhiben por primera vez ya no solo en Reino Unido, sino en Europa occidental. El plato fuerte son tres de sus legendarios huevos imperiales, del medio centenar que, entre 1895 y 1916, produjo para los zares. Se trata del huevo del Kremlin, inspirado en la arquitectura de la catedral de Dormición; el del Palacio de Alejandro, que contiene retratos hechos a acuarela de los cinco hijos de Nicolás II y la emperatriz Alejandra; y el huevo del Tricentenario, para celebrar los 300 años de la dinastía, irónicamente elaborado, para tragedia de sus protagonistas, poco antes de su caída.
También la reina de Inglaterra ha aportado su contribución, ya que ha cedido de la denominada Colección Real el huevo del cesto de flores de la emperatriz Alejandra Feodorovna. Isabel II, de hecho, cuenta con tres, adquiridos en 1933 por el rey Jorge V y la reina María, una clara evidencia de la impronta que Fabergé dejó en el imaginario colectivo británico.
Para Fabergé, la dedicación era lo que marcaba la diferencia. Él mismo se definía como artesano, a diferencia de nombres propios de la joyería como Tiffany, o Cartier, a quienes describía como comerciantes. Para él, el valor de una pieza no procedía del número de gemas, a pesar de que su apellido siga siendo sinónimo de opulencia y ostentación. Fabergé en Londres: del romance a la revolución ayuda a entender por qué: tiaras como la de aguamarina y diamantes que el gran duque de Mecklenburg dio como regalo de bodas a la princesa Alejandra de Hannover, vajillas, pitilleras, marcos, exclusivas esculturas… muchas de las piezas que salían de sus talleres, que llegaron a contar con medio millar de empleados, requerían más de un año de trabajo.
Su legado constituye un valioso testimonio para comprender los últimos coletazos de un mundo que experimentaba la profunda transformación que, en última instancia, desembocaría en el cambio de régimen que definiría el curso de los acontecimientos en el siglo XX. Fabergé fue testigo privilegiado de esta era, gracias a su capacidad de interpretar los anhelos del tiempo que le tocó vivir, pero también de anticiparse a lo que vendría después. Su modelo de negocio marcó un punto de inflexión en la industria, al apostar por integrar la producción bajo un mismo techo y la conciencia de marca, que ha permitido que su nombre siga representando, en la actualidad, un lujo al alcance de muy pocos.
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