¡Y yo con estos pelos!
Erosionarte la melena tiene lecturas. La más inmediata es que no estás cómoda como princesa, estás trasquilada
No va a resultar fácil finalizar el año. Estamos curados de espantos, doblegados a los horarios europeos y a la incertidumbre global cuando aparece Charlène de Monaco con media melena rapada, no solo desafiando sino creando una nueva brecha estética en su principesca familia. Recordemos que hace poco su cuñada Carolina estremeció los cimientos del estilo establishment apareciendo con canas al aire durante la celebración del día nacional. Ahora Charlène, nadadora y con fuerte pulsión competitiva, recupera un peinado Mad Max y retoma aquellas luchas libres entre miembros de la familia Grimaldi que pusieron a Mónaco en pool position.
Por algún motivo los Grimaldi tienen el monopolio de la jefatura de Estado monegasco. Y por algún motivo las dos hermanas Grimaldi se desmelenaron. Como consecuencia, a finales del siglo XX, tenías que decidir si eras simpatizante de Estefanía, la princesa díscola, rica e inestable, cantante, diseñadora y amante del circo o por el contrario te decantabas por su hermana mayor, Carolina, politóloga millonaria, divorciada y viuda, bellísima, elegante, amiga de Anthony Burgess y de Karl Lagerfeld. Y amante de la danza. Así era la vida antes de la covid. O circo o danza. Entonces, con el nuevo siglo, apareció Charlène que, la víspera de su boda con Alberto, heredero al trono, protagonizó una inusitada fuga recorriendo la Costa Azul hasta el aeropuerto de Niza. ¿Era alguien que quería escapar del paraíso? ¿O de la caspa? Aunque fracasó, en eso se adelantó a Meghan y Enrique, Charlène fue “retenida” en el aeropuerto y convencida de que volviera al principado para seguir adelante con la boda. No está claro si es feliz, ¿pero quién puede juzgar eso?
Quizás por eso, ahora no es que se desmelene, se rapa, dejando parte de su privilegiado cráneo a la vista. Y eso es una señal. Como si el protocolo capilar fuera un libro abierto acerca de nosotros, de nuestras ansiedades, anhelos y decepciones. Es cierto que todos nos quedamos atónitos cuando Demi Moore lo hizo o cuando Britney Spears, en la cima de su popularidad, también se rapó el pelo en una gasolinera y sentimos que la fama era peligrosa, la adulación diabólica, el frenesí de la celebridad cosa seria. Erosionarte la melena tiene lecturas. La más inmediata es que no estás cómoda como princesa, estás trasquilada. Sea como sea, aparte del gusto de cada una, con Charlène, siento lo mismo que con Britney: algo no está bien.
Lo que sí está bien es La Resistencia, programa de televisión donde he participado esta semana. Allí le hicieron un retrato en hielo a Alejandro Sanz y él mismo reconoció que le recordaba al Ecce Homo de Borja. Admitimos que el Ecce Homo empezaba a recordarnos al rey emérito, o quizás al revés, que el rey emérito se desdibujó tanto que terminó por parecerse a esa célebre imagen mal restaurada por una vecina bienintencionada.
Eso me permitió exponer mi punto de vista sobre Melania Trump y su restauración como ex primera dama. Me resulta complicado escribir sobre ella sin dejarme contagiar por algo de misoginia. Resentido, reconozco que me pasa eso con Melania porque destruyó el coqueto jardín de rosas que Jacqueline Kennedy dejó como legado en la Casa Blanca. Melania arrancó las rosas y setos, plantó columnas y una gravilla de casposo color gris. Ahora la señora Trump todavía dispone de dos proyectos más. Escribir o publicar unas memorias de estos cuatro años y estudiar cómo se va a divorciar de Donald. La “pobre Melania” no es pobre, no es jardinera, no es escritora. Es cómplice, a título lucrativo, de unos años que volvieron al mundo un sitio más difícil, como a punto de coger una afeitadora y raparse como señal de desasosiego.
Son cosas que 2020 puso del revés. Mujeres elegantes con canas desafiando la tiranía del tinte. Princesas olímpicas que se rapan y reyes en el exilio que no encuentran cómo volver a casa antes de que se les caiga el pelo.
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