La herencia maldita de Paquirri
El enfrentamiento público de Isabel Pantoja con su hijo Kiko Rivera por el patrimonio familiar reaviva la historia de un mito de la tauromaquia fallecido hace 36 años
Ni en sus peores sueños pudo imaginar Francisco Rivera Paquirri que, 36 años después de su muerte, su familia seguiría ocupando portadas de revistas y programas televisivos en los que se tiran los trastos a la cabeza por la herencia del torero. Ahora, el conflicto se centra en su viuda, Isabel Pantoja, y su hijo, Kiko Rivera, en pública disputa sobre la finca Cantora, propiedad de ambos en un 51% y 49%, respectivamente. El hijo quiere venderla para cancelar deudas económicas, y la madre se niega porque en ella vive con doña Ana, la matriarca de la familia, y guarda recuerdos sentimentales de su difunto marido. A la trifulca se ha unido Francisco Rivera Ordóñez, quien, junto a su hermano Cayetano, lleva años reclamando a la viuda de su padre que les devuelva trajes de luces, capotes de paseo y otros enseres taurinos sin resultado positivo hasta la fecha.
Ni en sus peores sueños lo pudo imaginar Paquirri. O sí. A fin de cuentas, él fue el precursor de una saga que convirtió su existencia en un colorista escaparate popular. Todo comenzó con su boda, el 16 de febrero de 1973, con una jovencísima Carmina Ordóñez, que no tardaría en erigirse en reina indiscutible de la crónica social de este país; divorciado cinco años después, mantuvo sonados romances con Bárbara Rey y Lolita; y en la Feria de Jerez de 1980 conoció a Isabel Pantoja, famosa tonadillera, con la que se casó por la Iglesia el 30 de abril de 1983, y a quien prometió que se retiraría en un par de años.
La trágica cita de Pozoblanco, el 26 de septiembre de 1984, lo convirtió en un mito; la reaparición artística de su viuda fue todo un acontecimiento solo superado por sus peripecias sentimentales y judiciales; para entonces, sus tres hijos ya habían asumido su protagonismo popular; y la muerte de Carmina, su primera mujer, proporcionó una sobredosis de morbo. Una historia interminable, cuyo capítulo actual desgrana una controversia entre madre e hijo, habitual en cualquier familia, pero que en esta adquiere connotaciones de gran exclusiva.
Sobre la herencia de Paquirri se ha escrito mucho y se ha sabido poco. Sin duda, lo más certero lo publicó el periodista Juan Méndez en este periódico el 25 de septiembre de 1987. Decía así: “La herencia del matador de toros Francisco Rivera Paquirri quedó ayer (dos días antes del tercer aniversario de su muerte) definitivamente resuelta, después de que las tres partes interesadas -su familia, su mujer Isabel Pantoja y su hijo, y su ex mujer Carmina Ordóñez y los dos hijos mayores del torero- firmaran el acuerdo para la repartición de los bienes del diestro, que alcanzan una cifra superior a los 1.000 millones de pesetas. El patrimonio incluye varias explotaciones agrícolas, varios vehículos y embarcaciones, joyas y trajes de luces, además de otros bienes. El acuerdo definitivo otorga el 45% de los bienes de Paquirri, y la finca La Cantora, a su viuda, Isabel Pantoja, y a su hijo Francisco José. Otro 40% y la finca Los Rosales será para los hijos de su ex mujer Carmina Ordóñez: Francisco de Asís y Antonio Cayetano. El 15% restante y la finca El Robledo será para su padre Antonio Rivera y sus tres hermanos: Antonio, José y Teresa Rivera”.
Lo sorprendente es que esta herencia, de la que poco más se ha conocido, aún colee. Por fortuna, el legado de Francisco Rivera supera a su patrimonio material. Paquirri, nacido el 23 de marzo de 1948 en la localidad gaditana de Zahara de los Atunes, fue torero desde su más tierna infancia y a su vocación dedicó plenamente su vida hasta alcanzar la consideración de torero muy relevante durante la década de los años setenta.
Desde su alternativa en 1966 contó con el respeto y el reconocimiento de la afición más exigente porque si bien no brilló por su condición estética, deslumbró por sus facultades físicas, poderío, constancia, tenacidad y dominio de los tres tercios. Sus triunfos incontestables en las plazas más exigentes, especialmente en Madrid y Sevilla, le granjearon el preciado título de primerísima figura.
Años después de su muerte, Ramón Vila, cirujano jefe de la Maestranza hasta 2011 e íntimo amigo del torero, decía de él en un diario sevillano que era “una persona sencilla, pero áspero para el público; no tenía maldad, era un niño grande”. “Un día me confesó -añadía- que le hubiera gustado ser médico; me preguntaba cómo se trataba una herida y yo le contaba que hay que abrirlas para ver el alcance”.
Este interés sanitario explicaría las expertas palabras que Paquirri dirigió al médico de la enfermería de Pozoblanco cuando la vida se le escapaba por la herida: “Doctor, yo quiero hablar con usted. La cornada es fuerte. Tiene al menos dos trayectorias, una para acá y otra para allá. Abra todo lo que tenga que abrir. Lo demás está en sus manos. Tranquilo”.
“Estaba demasiado feliz; al día siguiente tenía previsto viajar con Isabel a América para pasar un mes de vacaciones. Tan peligroso es estar muy preocupado como quitarle importancia al toro. De todos modos, pensé que perdería la pierna, pero no que muriera”, musitaba Ramón Vila.
La muerte le sorprendió tan joven (36 años) que Paquirri no tuvo oportunidad de comprobar la verdadera fortaleza de su legado cuando sus dos hijos mayores vistieron el traje de luces, siguieron su estela en los ruedos, y ambos -Cayetano aún en activo- han hecho honor a la huella de su padre. En círculos taurinos se piensa que sería una pena que los focos de la prensa social, tan pendientes de la familia, desdibujaran, una vez más, la grandeza de un mito de la tauromaquia. Paquirri no lo merece; y menos por una discusión sobre la venta de una finca.
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