Un paréntesis en nuestras vidas
Ante la incertidumbre y el caos, buscamos en nuestros armarios esa paz que ni reyes ni presidentes pueden ofrecernos
Según el comunicado de la Casa del Rey, la corona debe observar una conducta íntegra, honesta, transparente. Esa exigencia ha llevado a Felipe VI a renunciar a la herencia que le corresponda de su padre para que “la ejemplaridad presida nuestra vida pública”. Sin embargo, ocurre que su hermanas Elena y Cristina no parecen estar necesariamente sujetas a esa exigencia. Ellas sí que podrán heredar e incluso verían, al renunciar el monarca a su parte, incrementada su propia dote. Lo mismo podría ocurrir con el legado que recibiría doña Sofía, a la que justa y probablemente heredará en algún momento su hijo don Felipe. Ante esta situación la idea, poco demagógica, de donar o transferir esa herencia a la Seguridad Social sería no solo un alivio para los médicos y sanitarios que palian los estragos provocados por la epidemia, y a los que todos aplaudimos y agradecemos, sino que también ayudaría a salvar vidas de españoles que, como súbditos y contribuyentes, han mantenido durante tanto tiempo al Rey y a su familia. Ese dinero iría del paraíso al hospital.
En casa fui el único que aguantó los siete minutos del discurso del rey. Aunque contribuí a su histórica audiencia (¡consumimos tele como nunca!), había apostado en varios de mis chats a que el Jefe de Estado sí haría una mención al asunto de la herencia offshore recién reconocida de su padre, el rey emérito. Quizás para dejarme chafado en el mismo telediario pusieron imágenes de las ruidosas caceroladas en distintas ciudades de España. Las cacerolas hablan.
Como ahora en el confinamiento mi marido y yo hablamos más y hacemos seminarios de casi todo, confesé a Rubén que pensé en nuestro aislamiento, con todo su rollo zen de mirar hacia tu interior y desinfectarte de todo lo banal e inútil, durante el esperado discurso real. Pero también confieso ahora que me detuve en lo de siempre: en cómo iba vestido. Me pareció que esta vez llevaba un aspecto más moderno, traje de un solo botón y quizás con el escote un pelín más pronunciado, que hace más interesante a la americana. La distingue y hace más esbelto al que la viste. Pero no menos llamativo es que tanto el Rey como el presidente Sánchez han apostado fuerte por el azul marino y azul tinta en sus trajes.
Es, quizás, una de las cosas más acertadas de todo lo que se decide últimamente. Necesitamos un color que nos uniforme y el azul oscuro, aunque parezca obvio, es una fantástica opción ya que es un color que calma al mismo tiempo que organiza. Y sin dar sensación de oficina resulta completamente civil y urbano. Tanto Sánchez como el Rey acompañan la oscuridad de sus trajes con corbatas sin estampados pero de tonos vibrantes. El presidente escogió para acudir al Congreso una color morado, un guiño a sus actuales socios políticos. Y el Rey eligió otra entre el malva y el fucsia seco, que escondía la opinión que no quiso compartir sobre la distópica herencia paterna. Pero, de nuevo, estaba allí esa idea tan acertada de combinar la sobriedad azulada con ese destello de luz, quizás de personalidad, de la corbata. Una idea que parece haber promocionado el príncipe Enrique. En su despedida de sus funciones reales la semana pasada, Enrique de nuevo usaba la corbata del mismo color del vestido que llevara Meghan. Pensé que se convertiría en una nueva moda heterosexual pos MeToo pero el coronavirus lo ha convertido en algo más: el renacer del azul marino como faro, el color sólido al cual aferrarse en aguas virulentas.
Todos sentimos algo virulento en el encierro pero, contagiado por Marie Kondo, he terminado por autoconvencerme de que de “este paréntesis en nuestras vidas”, como dijo el Rey, saldremos fortalecidos. Muchos de mis amigos se han impuesto propósitos, incluso metas (leer, escribir una nueva novela, organizar la casa), mientras yo he decidido dejar de afeitarme hasta que volvamos a la normalidad y unirme al grupo de MarieKondos de la vida, como los llama mi amigo Pedro. Marie Kondo es una señora japonesa que se hizo famosísima porque entraba en tu armario y lo organizaba casi como para que te quedaras a vivir dentro. Sin ser prusiana, pretendía demostrar que la felicidad está vinculada al orden. Y el orden es ahora nuestro refugio. Ante la incertidumbre y el caos, buscamos en nuestros armarios esa paz que ni reyes ni presidentes pueden ofrecernos.
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