¿Son los 'realities' de cocina propaganda política?
Los programas de cocina como 'MasterChef' o 'Pesadilla en la cocina' no son tan inocentes como parecen, y destilan un sutil pero potente mensaje ideológico conservador.
Decir que ves MasterChef o Pesadilla en la cocina en una cena familiar no provoca que los monóculos se estrellen dentro de las copas, como sí ocurre con los realities duros de la esfera Mediaset. Pero ¿y si MasterChef fuera más tóxico que Sálvame, GH VIP y Supervivientes juntos? ¿Qué quieren decirnos los chefs mediáticos como Dabiz Muñoz cuando presumen de trabajar 14 horas al día? ¿Tiene algo en común Pesadilla en la cocina con José Antonio Primo de Rivera?
Merece la pena preguntarnos por qué el mundo de eso que llamamos La Gastronomía está tan prestigiado y ha creado a su alrededor infinitos formatos en apariencia blancos (tan blancos como un delantal) que sin embargo operan con los mismos resortes que ‘Gran Hermano’. Sobre todo si cabe la posibilidad de que, bajo su espumante presentación, nos estén sirviendo algo todavía más sospechoso que el nitrógeno líquido: una misma ideología.
MasterChef y la política
El pasado 26 de mayo, casi dos centenares de cocineros se reunieron frente al Congreso para protestar contra el Gobierno. Entre los manifestantes se encontraban dos jurados de MasterChef, Samantha Vallejo-Nágera (“este año tendré pérdidas, seguro”, dijo sobre su empresa de catering) y Pepe Rodríguez (que días después se quejó en El Mundo: "No hay un plan serio sobre los requisitos de la hostelería, hay un caos tremendo").
No era la primera vez que se pronunciaban políticamente. Rodríguez y Vallejo-Nágera tienen en común una profunda fe católica, por ejemplo (la religión es política y más para un chef, intocable Dios de su cocina). El primero habló de ello hace años en una entrevista con la Revista Misión, a la que declaró: “Comulgar es lo que más me alimenta”. Rodríguez hizo hincapié en que no era fácil salir del armario religioso para alguien de su posición: “A muchos cristianos, a mí el primero, nos cuesta decir que soy un poco más feliz por lo que creo. El mundo de la tele es Babel, y Sodoma y Gomorra, y a veces me cuesta mostrarme, así que prefiero actuar”. También ha dado su opinión sobre otras patatas calientes, como los impuestos. “Los de la tele queremos pagar a Hacienda, pero lo menos posible, como todo el mundo”, explicó en el diario económico Cinco Días.
De Samantha Vallejo-Nágera podría decirse que en el apellido lleva la penitencia, pero como no es ético hacer a nadie responsable de las eugenesias de sus abuelos (en este sentido, siempre me parece oportuno aclarar que la F. de mi apellido no es de Fernández), atengámonos a sus propias palabras. En 2019, los medios debatían sobre si las donaciones de Amancio Ortega a la sanidad pública eran aceptables teniendo en cuenta que Inditex utiliza grietas legales para pagar menos impuestos. Ante la polémica, Vallejo-Nágera se sumó a una campaña online en solidaridad con el empresario.
La cocinera, que durante la pandemia se refugió en un pueblo de Segovia junto a su familia ("estoy confinada con 23 personas en mi casa Pedraza, vemos la misa por televisión", dijo en las páginas de Lecturas), se ha posicionado también sobre temas sociales. En una entrevista concedida a Papel en 2018 afirmó: “Por supuesto que no creo en la igualdad entre hombres y mujeres. No tiene nada que ver el hombre con la mujer. Son completamente diferentes. El hombre es más fuerte y tiene unas capacidades que las mujeres no tenemos”. Sobre el aborto, hizo la siguiente consideración en una charla con Sara Carbonero publicada en el blog de esta última en la revista Elle: “La gente que aborta es porque tiene una falta de información brutal”.
El tercer juez de Masterchef, Jordi Cruz, ha sido menos proclive a dar opiniones políticas, aunque en el año 2017 se vio envuelto en una tormenta de titulares tras descubrirse que en su restaurante Abac trabajaban seis becarios sin cobrar. "Trabajar en un restaurante de alta cocina es un privilegio. Aprendes de los mejores en un ambiente real, no te está costando un duro y te dan alojamiento y comida", se defendió Cruz.
La mecánica de MasterChef
Desde luego, es divertido escarbar en la hemeroteca de los chefs, pero también injusto. Un programa no es “de derechas” por lo que digan o dejen de decir sus protagonistas. Vayamos, pues, a su mecánica.
El concurso se basa en un montón de gente sumisa que aspira a la gloria por la vía de la creatividad y la aprobación de un triunvirato de genios tocados por la Gracia, es decir, de chefs con Estrella Michelin. El espejo en el que se mira es el de la alta cocina, los menús degustación y la inspiración artística. Los concursantes se desafían mediante pruebas semanales en las que se van eliminando uno a uno. El premio final consiste en 100.000 euros, la publicación de un libro de recetas y la matrícula en un Máster en el Basque Culinary Center, la Facultad de Ciencias Gastronómicas de San Sebastián. A menudo, los aspirantes invierten el dinero en montar su propio restaurante, lo que acaba de coronar el asunto con el lazo de la cultura del emprendimiento.
Para tratar de analizar el fenómeno, me pongo en contacto con Àlvar Peris, Doctor en Comunicación Audiovisual y profesor de la Universitat de València, que en 2015 publicó un trabajo de investigación en la ‘Revista de Recerca i d’Anàlisi de la Societat’ sobre el relieve político de MasterChef y su asimilación con la idea, por entonces muy en boga, de la Marca España. “Mediante la dinámica del concurso –eliminados, inmunizados, salvados…–, se están potenciando unos atributos que se asocian al éxito o el triunfo en la alta cocina, que está muy bien vista socialmente y que teóricamente son la exigencia máxima, una terrible competitividad y el individualismo”, explica. Sobre esto último, añade: “Siempre hay que mirar por uno, sin importar el otro. Ahí, por ejemplo, destacan los giros del programa cuando ‘obligan’ a que sean los mismos concursantes los que salven o manden a otros a la prueba de eliminación”.
Concursantes convertidos en fast food
Uno de los puntos tenebrosos de MasterChef es la dependencia servil entre aspirantes y maestros. En la octava edición, una concursante desafió a los jueces sirviéndoles una perdiz cruda y sin desemplumar. La respuesta de sus compañeros fue cercana a la persignación cristiana. “Relájate, Saray, por favor”, mascullaba uno. "No se puede ir así por la vida, la falta total de respeto a unas personas que son grandes y de las que tenemos mucho que aprender", se lamentaba otra.
Luego supimos que el programa había captado a Saray no por su talento, que ella misma ponía en cuestión, sino por su carisma y diversidad (es gitana y trans: doble combo hashtagueable). Cuando Jordi Cruz decía: “Os pido disculpas por el error que hemos cometido a la hora de dejar entrar a esta aspirante”, en realidad estaba emulando al Capitán Renault de Casablanca, que se metía sus ganancias del casino en el bolsillo mientras decía: “Qué escándalo, he descubierto que aquí se juega”.
Para Àlvar Peris, “esta relación de jerarquía o autoridad está muy desarrollada en MasterChef”. El profesor denuncia incluso que “los concursantes se convierten en muchos casos en ‘fast food’ televisivo. Es decir, hay algunos participantes que pueden aportar un alto valor ‘energético’ en términos de audiencia después de ser exprimidos por el programa hasta la extenuación, pero una vez son expulsados o termina el programa son olvidados y digeridos fácilmente tanto por los espectadores como por la televisión”.
Dabiz Muñoz y el sacrificio
En la misma línea ideológica de culto al esfuerzo y el emprendimiento que fomenta MasterChef, Dabiz Muñoz enseñó cómo era el día a día de DiverXO, su restaurante, en El Xef, un reality de Cuatro en el que le podíamos ver motivando a sus empleados con palmaditas en el culo.
Las broncas a su staff eran uno de los puntos fuertes del espectáculo. Basta ver la selección de vídeos que la propia cadena agrupa en la web del formato, que tuvo dos temporadas en 2016 y 2017. Éstas son algunas de los citas de Muñoz destacadas en los títulos: “Me hacéis colapsar, estoy cansado de sufrir", “¡No hagáis este p**** plato de mi****!”, “¡Saca eso y tíralo!". Etcétera.
En una entrevista con Cambio 16, el cocinero, que presume de trabajar “14 horas al día”, afirmaba: “No todo el mundo puede trabajar conmigo. Necesito primero que tengan hambre en los ojos. Ganas. Tienen que venir cada día pensando que pueden hacer las cosas mejor. La insatisfacción constante debe de ser uno de los sentimientos primarios. Para trabajar en DiverXO hay que esforzarse casi tanto como el jefe. De ahí el no pain, no gain”. En las promos del programa, Muñoz aparecía caracterizado como El Joker. A poco que de estas declaraciones colijamos cuáles pueden ser sus ideas sobre derecho laboral, uno diría que trabajar de matón para el payaso del crimen debe ser como pasar unas vacaciones en Hawái comparado con rebozar una croqueta a las órdenes de Muñoz.
Chicote como Estado
Si MasterChef propugna el autosacrificio, la genuflexión y la competitividad como camino de aprendizaje, Muñoz da una vuelta de tuerca freak a esos valores. Viajando de la sartén a la academia, el reality de TVE es la escuela austríaca y Muñoz, la de Chicago. En cualquier caso, a ambas les preocupa poco el Estado, salvo como plató. Pero hay un reality donde éste emerge camuflado en su expresión más mágica, autoritaria y militar: Pesadilla en la cocina.
Al igual que su homólogo Gordon Ramsay, presentador de la edición original del formato, nuestro Alberto Chicote actúa como un conducător que rescata restaurantes en ruinas, a medio camino entre el fondo perdido gubernativo y el coaching de autoayuda. Pesadilla presenta siempre el mismo plato, la redención, mediante tres actos de pulcritud aristotélica: presentación del desastre, entrenamiento para la superación y clímax de suspense binario. Con la última cena pasa como con el último combate de las películas de Rocky, a veces se gana y a veces no.
El truco para mantenernos enganchados está en cargar las tintas en el primer acto, el del jijí, el de “qué cerdo”. Los redactores seleccionan con tino los casos para Chicote. Sus restaurantes han de ser lo bastante hediondos, y sus dueños lo bastante atávicos, para hacernos reír. Como encima nos los muestran perpetrando delitos contra la salud pública, no nos sentimos culpables ante el escarnio.
Chicote acude al rescate de estos pobres diablos con maneras tiránicas, acusicas y humillantes, pero tiene coartada porque lo hace por su bien y por el nuestro; a ellos les evita el desahucio y a nosotros la salmonelosis. En este juego, el cocinero ejerce como Estado autoritario pero guiado por una función social, es decir, con una agenda (podríamos-decir-que) falangista. Yo te protejo con ley, orden y violencia verbal. Te grito porque te quiero. ¿Quieres que convierta tu pocilga con cartel de Coca-Cola en un modernísimo bistro con paredes de pizarra? Ponte en mis manos. Adiós a las empanadillas congeladas de la abuela y a la ensalada de atún y huevina; hola, empanadilla de kimchi y ensalada de palometa ahumada. Mientras tanto, el goce que nos produce ver a todos esos sujetos caricaturescos nadando en deudas, descomponiendo sus familias y metiéndose el dedo en la nariz entre fritanga y fritanga va un paso más allá: es una risa fascista.
El elitismo en la alta cocina
Por supuesto, esta retórica es pura dramaturgia. Los realities cuentan historias y es lícito que operen con arquetipos. Según Àlvar Peris, el problema no es el formato en sí: “Ha habido otros talent cuyos valores conectan mejor con la supuesta función de la televisión pública”, dice sobre MasterChef, y pone como ejemplo El coro de la cárcel (TVE) o Casal Rock (TV3). Entonces, ¿qué vino antes, la doblez del espectáculo o la crueldad innata de la hostelería? Si la televisión no es la que pervierte a la gastronomía, a lo mejor hay algo podrido en Dinamarca. Es decir, en la cocina; o más bien en el tipo de cocina en el que se miran los realities.
Para seguir diseccionando el fenómeno, recurro a David Remartínez, compañero de El Comidista y autor de La puta gastronomía, libro en el que reivindica una filosofía del buen comer alejada del culto a la personalidad de los grandes chefs. “Estos programas conciben la cocina como una superación constante y una imitación de los grandes cocineros”, apunta Remartínez. “Eso prolonga el concepto de la gastronomía como algo donde la alta cocina lo domina todo por encima de la alimentación, la nutrición, la historia, la sociología y todos los aspectos que tiene la gastronomía como disciplina. Y no sólo eso, sino que sólo se premia al mejor, al que es capaz de hacer el plato de Martín Berasategui. Que, bueno, está bien tener esas habilidades, pero es que ni siquiera tú como espectador percibes cómo aprenderlas porque durante el programa no te da tiempo a ver la ejecución de los plato”, concluye.
Momento de decir: ahá. Porque si la cultura gastronómica ha girado el volante hacia el clasismo, como sugiere Remartínez, es natural que los programas de la tele reflejen esa tensión. Ahora bien, ¿es la alta cocina elitista? Esta noción puede parecer contraituitiva en un país que venera a sus chefs y presume de su excelencia en la restauración; sin embargo, a pie de calle no es raro que la creatividad culinaria sea desdeñada como una pijotada.
Para hablar de elitismo, lo mejor es consultar a una voz autorizada. El periodista Arcadi Espada acepta responder a unas preguntas por correo electrónico. Si se trata de delimitar fronteras a izquierda y derecha del arenero gastronómico, su perfil me parece el más exacto para arrojar luz sobre el tema, dada su condición de gourmet y su experiencia, a veces sincrónica, a ambos lados del espectro ideológico. “Elitismo es un palabra mal vista por el pueblo excepto en lo que se refiere al deporte”, me dice. “En el deporte no solo la acepta sin problemas, sino que la exige. ‘Deportista de élite’, se le llena la boca. Sin embargo, y a diferencia de la pintura o la literatura, en el acto de comer hay una rotundidad fisiológica. Si el cilantro te sabe a jabón, decisión genética, ya puede venir la cultura a inculcarte el guacamole. De ahí que la llamada educación del gusto me parezca un asunto notoriamente problemático. Me temo que lo que entendemos por elitismo sea en la cocina, como en el deporte o la música, algo más drástico e irremediable”, finaliza.
Para Espada, no existe una cocina de derechas y otra de izquierdas porque “ya no hay nada de izquierdas o de derechas, ni siquiera en la política”. “Pero sí hay alguna otra división operativa”, aclara, “por ejemplo, la de la cocina nacionalista, que no se basa en la calidad sino en la proximidad, y a la que hace muchos años Ferran Adrià dedicó una invectiva célebre, cuando dijo que en un mundo donde puedes traer en pocas horas la especia más rara de Ceilán no tenía sentido hablar de cocina local. El principio de subsidiariedad aplicado a la cocina es aún más letal que aplicado a la política”.
Adrià, claro. En el origen de todo, estaba El Bulli. También al final, como veremos. Es como si la propia dinámica de la restauración ayudara a encumbrar discursos que, como apunta Espada con singular orgullo, ponen la genialidad (y la eficiencia) por encima del proteccionismo (y de la natio). ¿Son los grandes chefs de derechas?, le pregunto a Remartínez. “Ese concepto del chef genio, de finales del siglo pasado, lleva inevitablemente a vivir el oficio como algo individual, y eso les empuja siempre a posiciones de derechas, si lo quieres llamar así”, expone, “los grandes cocineros articulan siempre el relato alrededor de la creatividad y no de la función social. Salvo José Andrés, que ahora durante la pandemia ha organizado a cocineros en paro para hacer una función de servicio público, rara vez verás a un cocinero en España meterse con cómo se están alimentando los comedores infantiles, o cómo se come en los hospitales, o los abusos de la industria alimentaria, o los cultivos masivos, que tienen unas consecuencias ecológicas tremendas”.
El legado intelectual de Adrià
Se diría que la fascinación que la alta cocina causaba en los dosmiles ha decaído bastante en la última década. Remartínez así lo piensa. “A los grandes chefs se les presta más atención en los medios de lo que luego existe a nivel social. Después de la crisis ya no podíamos pagar los 100 euros del menú degustación. Y luego la moda nos cansó un poco. Además, hemos aprendido a cocinar. El aficionado medio a comer y beber ya no traga con todo”.
El Bulli de Ferran Adrià cerró en 2011, pero tras echar la persiana puso en marcha una fundación dedicada a la innovación en creatividad. Desde sus entrañas, Adrià afirma haber inventado un nuevo método de investigación llamado Sapiens que le permite "comprender cualquier tema de estudio, desde una impresora hasta una empresa o un sector". Incluso los adriófilos más combativos, como Espada, parecen inseguros ante esta deriva. “Lamento profundamente que Adrià haya dejado la cocina para dedicarse solamente a la cháchara”, resopla el periodista, para quien el creador de El Bulli “higienizó la cocina y gracias a ello España es la primera potencia gastronómica moderna, sin saberlo”.
Ahora bien, esa aparente debilitamiento no se corresponde con lo que vemos en televisión, donde los modelos de telerrealidad (no así los formatos diarios de recetas, tipo Arguiñano, más ligados a un populismo campechano) siguen siendo de pico fino. Quizás sea ése el mayor éxito ideológico de Adrià y los suyos. El Bulli ya no sirve comidas, pero la mayoría de programas de televisión que se dedican a hacer una representación de la gastronomía emulan su universo. MasterChef y su premio en el Basque Culinary Center (apoyado en su fundación, entre otros, por el cocinero catalán). Muñoz y su búsqueda psicótica de nuevas especias y tecnologías con las que elevar su carta. Chicote y su metamorfosis taumatúrgica de bares de menú en gastrobares chic. No cabe mayor halago para alguien que siempre defendió la cocina, ante todo, como “una decisión intelectual”.
Un país en la cocina
Después de rasgar con un cuchillo de Albacete cada una de las tirantes fibras de este guiso de ideologías, creo que ya sé por qué los realities de cocina, tan inocentes en apariencia, escalofrían más que los abiertamente salvajes. Tomemos como muestra La última cena, el programa de Telecinco en el que los cocineros son, básicamente, los colaboradores de Sálvame. Hace años Jorge Javier Vázquez dijo que él hacía “neorrealismo televisivo”, pero lo de Chelo García Cortés lamiéndole la calva a Kiko Matamoros está más cerca de Pasolini que de Rossellini. Felizmente, cabría añadir. Cuando vemos a sus gladiadores sacarse los ojos por un filete nos parece estar entrando en otra dimensión, una realidad paralela.
Por el contrario, cuando vemos a Samantha Vallejo-Nágera, Jordi Cruz y Pepe Rodríguez echándole la bronca a alguien por no haberse esforzado lo suficiente con una vichyssoise, podríamos estar asistiendo a una escena cotidiana de cualquier oficina de España. Por ejemplo, la nuestra. Y uno no pone la tele para volver a ver a su jefe, aunque gran parte del censo social demuestre esa compulsión cada vez que se miden las audiencias o se nos convoca al colegio electoral.
Nadie debería extrañarse. No somos lo que comemos, pero sí lo que votamos, y ya Ferran Adrià dijo, en conversación reciente con Gabriel Rufián, la frase que lo resume todo, desde su cocina a la nuestra, pasando por la de MasterChef: "Un país es como una gran empresa".
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