La pizza de la libertad mal entendida
Cuando uno va a la compra, lo normal es que ande pensando en cómo han subido las patatas o qué interesante es el carnicero. No considero natural, al menos en las personas intelectualmente justitas como yo, reflexionar sobre profundidades, por lo que me pregunto qué le pasaría a mi encéfalo el otro día para que empezara a cavilar sobre la libertad mientras ejercía mi derecho a elegir entre lechuga romana y hoja de roble.
Quizá iba caliente tras leer sobre el caso Memories Pizza, un pequeño local de Indiana en el que se ha librado una batalla ideológica de dimensiones épicas. Dicho estado norteamericano acaba de aprobar una delirante ley de “libertad religiosa” que permite a los hosteleros no atender a clientes aduciendo motivos de credo, por lo que si a tu dios le desagradan los homosexuales, puedes mandarles a Sodoma sin darles de comer o de beber. Hace unas tres semanas, los dueños del Memories declararon en las noticias que se acogerían a esta nueva norma para negarse a servir pizzas para bodas gays (unas declaraciones muy necesarias, por otra parte, dada la ingente cantidad de bodas gays en las que se sirven pizzas cutres).
Tras su salida del armario en versión homófoba, los propietarios sufrieron el previsible bombardeo de protestas por tierra, mar y redes sociales. Tantas fueron las llamadas telefónicas y las burlas en internet que decidieron cerrar en local. En un inesperado giro de los acontecimientos, un reportero de televisión local inició entonces una campaña en su favor que ha recaudado 850.000 dólares en 11 días. Memories Pizza reabrió con llenazo el jueves pasado erigido en emblema del prejuicio cateto, pero con las finanzas más saneadas que nunca.
Da canguelo pensar que exista tanta gente dispuesta a apoyar con su dinero a un negocio así, pero lo que me rondaba la cabeza en el mercado era algo más espeso: lo prostituida que está la palabra “libertad” en nuestros días. Los reaccionarios de Indiana la invocan para justificar lo que no es más que discriminación. Los fabricantes de bebidas azucaradas y otras comidas basura la reclaman para el consumidor siempre que se habla de imponer limitaciones a sus productos por el daño que infligen a la salud pública. Y las grandes superficies y cadenas también la piden para abrir cuando quieran, con la consiguiente extinción del pequeño comercio. Suerte que hay formas menos interesadas de entender la libertad, porque si no darían ganas de pegarle una patada en el culo y enviarla a Corea del Norte.
Esta columna fue publicada originalmente en la Revista Sábado de la edición impresa de EL PAÍS.
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