El sadismo en la alta cocina


Las noticias de esta semana alimentan aún más mis temores. Un cocinero ha denunciado haber sido víctima de abusos en el recién inaugurado Le Grande Maison de Joël Robuchon, uno de los chefs más reputados de Francia. Franck Yoke duró dos días en su puesto tras recibir toda clase de insultos y ser obligado por el jefe de cocina a beberse un cancarro de agua para cocer porque le había echado demasiada sal. No ha sido el único: según FranceTVInfo, la mitad de los empleados del establecimiento, que lleva abierto dos meses, se han largado por las duras condiciones de trabajo.
El jaleo llega poco después de que varios chefs de primera fila se reunieran en París para tratar el problema de la violencia en las cocinas. En el encuentro se oyeron casos como el de Le Pre Catelan, donde un jefe de partida fue despedido después de haber quemado varias veces a un joven subalterno con una cucharilla al rojo vivo. ¿Que por qué no denuncian los que padecen acoso? Por el miedo a entrar en una lista negra que les impida trabajar en restaurantes de haute cuisine.
Quiero pensar que estos ejemplos tan tremebundos son excepcionales, y entiendo que cierta fricción y griterío resulta inevitable en la tensión que impone el servicio. Sin embargo, me pregunto si esto del “aprender a hostias”, que según me cuentan se mantiene en más de un restaurante español, no será como las novatadas: una rancia herencia del pasado aromatizada con cierto tufillo machista. Tiene que haber otra forma de trabajar más siglo XXI; si no, será mejor dejar de hablar tanto de los cocineros y mandar el próximo Masterchef Junior al horario de madrugada.
Esta columna se publicó originalmente en la Revista Sábado de la edición impresa de EL PAÍS.
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