‘The Señorita’, mucho más que una pionera
Triple finalista en Wimbledon, fue una campeona polifacética, intelectual y feminista sin el merecido reconocimiento
Ecléctica, singular, distinguida. Única. Elia María González-Álvarez y López-Chicheri (Roma, 1905) caminaba por la vida con la cabeza alta y el orgullo que sienten las pioneras, de aquellas mujeres que tuvieron que abrirse paso entre la realidad hostil y reaccionaria de buena parte del siglo XX. Ella era Lilí, Lilí Álvarez, la tía Lilí. Pero también era la tenista, la escaladora, la patinadora, la esquiadora, la automovilista. La extraordinaria deportista que brillaba en todo aquello que se proponía. La intelectual, la escritora y la periodista. The Señorita, le decían en Wimbledon. Feminista convencida, siempre fue por delante de los tiempos que le tocó vivir y elevó la voz con un discurso absolutamente contestatario, cuando pocas se atrevían. Así exprimió una vida poliédrica y apasionante, de película, a la que solo le faltó la guinda del pastel: el reconocimiento verdadero de España.
“Fue escaso y tardío. Tal vez, por los tiempos políticos que vivíamos entonces o porque había sido un poco rompedora; tal vez, porque aunque se toleraban sus apariciones fugaces en los medios y menos fugaces literarias, no terminaban de agradar a algunos; o, tal vez, porque toda su trayectoria deportiva transcurrió prácticamente en el extranjero”, intenta razonar Jaime López-Chicheri Dabán, sobrino de una mujer que escribió su historia “en la Europa dócil, la Europa cómoda y del lujo”, y que se crio alejada de los convencionalismos o una educación reglada, a caballo entre los viajes y los idiomas, las montañas alpinas, la Costa Azul y las conversaciones de la aristocracia. Sin colegios ni estándares. “Mis verdaderas escuelas eran las mesas de los restaurantes, los salones de los hoteles, las recepciones sociales, los espectáculos deportivos y los actos sociales”, solía presumir.
Su madre Virginia, perteneciente a la burguesía valenciana, huyó a Suiza con el objetivo de olvidar su matrimonio fallido con el Marqués de Sotelo, después de que muriera su hijo nada más nacer. Allí conoció a Emilio González Álvarez y tuvieron a Lilí, que llegó al mundo durante una las estancias de la pareja en Roma. Mientras ella incidía en la formación intelectual de la niña, él, abogado y deportista, lo hacía en su desarrollo físico. “Tenía siempre institutrices, su educación fue tremendamente individual”, precisa López-Chicheri. “Era una mujer muy culta, muy culta, muy culta, que tenía una gran admiración por sí misma. Era simpática y también un poco vanidosa, pero con razón”, precisa el hombre antes de recordar que la protagonista vivió fundamentalmente en Suiza, territorio neutral en medio del belicoso panorama internacional, hasta que decidió regresar a España con 35 años, concluida la Guerra Civil.
El retorno marcaría un antes y un después. Hasta entonces, Álvarez había ido dejando una muesca tras otra en el deporte. Con solo 12 años ganó el campeonato de patinaje sobre hielo de Saint Moritz, y posteriormente recibiría la Medalla de Oro Internacional de esa modalidad; en 1924, con 19 años y mientras practicaba otras disciplinas como el alpinismo o la equitación, ganó el Campeonato de Cataluña de Automovilismo, imponiéndose a los hombres en una prueba que, a excepción de ella, tuvo una participación íntegramente masculina; y más tarde sustituyó los patines por la raqueta, debido a una lesión que le privó de asistir a los Juegos de Invierno en Chamonix, para convertirse en la primera tenista española de repercusión internacional. Fue, de hecho, la primera mujer, junto a la catalana Rosa Torras, que acudió a unos Juegos Olímpicos, los de París, 1924. De la mano, alcanzaron los cuartos en la modalidad de dobles.
Con su camisa blanca de hilo, su falda larga, une rebeca roja y una cinta ancha en el pelo, dejó huella en el templo de los templos. Fue finalista de Wimbledon en 1926, 1927 y 1928. Allí era conocida por los ingleses como La Señorita. “La primera final [contra Kitty McKane (6-2, 4-6 y 6-3), con el rey Alfonso XIII en el palco real] la perdí por una tontería”, recordaba en una entrevista concedida a este periódico en 1979. En las otras dos cedió frente a la estadounidense Hellen Wills, aunque luego, afortunadamente, encontró la recompensa en el dobles de Roland Garros, en 1929, junto a la holandesa Kea Bouman. “Ese día, después de ganar, estaban ella y el mariscal Foch apoyados en una barandilla y él le dijo: ‘Qué bien juega, no me atrevería yo a proponerle un partido de tenis…’. A lo que ella respondió: ‘No se preocupe, mariscal, yo tampoco me atrevería a declararle la guerra”.
En París y después en Londres, dejó a todos boquiabiertos cuando saltó a la pista luciendo una falda-pantalón transgresora, hasta los tobillos, que le diseñó Elsa Schiaparelli. Triunfó también en Montecarlo y Roma, entre otros torneos, y con un juego “inusualmente atrevido”, recuerdan las crónicas, fue capaz de situarse entre las mejores y batir a otras históricas como Suzanne Lenglen, Molla Mallory o Simonne Mathieu. No terminaba de ver con buenos ojos el amateurismo de los Santana, Gisbert y compañía –”es una tremenda hipocresía. Se llaman amateurs, pero viven del tenis, luego no son amateurs; eso es amateurismo marrón”– y lamentaba el escaso respaldo que recibió por parte de la Federación: “Tan sólo le costé en toda mi vida quinientas pesetas, que me dieron una vez en concepto de gastos, o algo parecido”.
A su regreso a España, dejó el deporte en un segundo plano, aunque en 1941 tuvo tiempo para proclamarse campeona nacional de esquí, en slalom y descenso. Sin embargo, la federación le quitó el título y la apartó de la competición. El motivo fue que Lilí, moderna y libre, acusó de machista al jurado, puesto que las mujeres habían tenido que esperar a que finalizase la prueba masculina para competir. “Ofensas a España”, justificaron. “Era rebelde porque no toleraba que nadie tuviera la mínima presunción de comportarse de una forma superior a ella”, cuenta López-Chacheri; “en ese sentido, era muy feminista, pero no propagandista del feminismo. Ella lo difundía a través de sus escritos y sus artículos periodísticos, de una forma intelectual. Escribía sobre cosas de las que entonces, en esos años cincuenta de España, no se hablaba, como el sexo o el control de la natalidad”.
Casada con el Conde de Valdéne, duraron poco. Cinco años. Tuvo un embarazo, pero el hijo no llegó a nacer. “Se dice que soy feminista”, puntualiza Lilí Alvarez, “pero yo diría que soy parejista, porque soy partidaria del desarrollo plenamente humano del encuentro entre hombre y mujer”, le contaba al periodista Miguel Ángel Calleja en EL PAÍS. “Lo que despertó en mí feminismo fue el ver, cuando volví a España, que para todo te pedían certificados y contratos matrimoniales, y que los maridos parecían niñeras”, argumentaba; “las mujeres somos idiotas porque nos han hecho idiotas; en cambio, el defecto de los hombres es su primitivismo, o sea, su necesidad de humanización”.
Católica, “pero no retrógrada”, apoyaba el divorcio y los anticonceptivos, y en 1960 fundó junto a otras intelectuales el Seminario de Estudios Sociológicos de la Mujer (SESM), con el fin de reclamar el acceso al trabajo y la educación, así como la protección jurídica de ellas; desaparecido en 1986. En 1951 participó en el V Congreso Feminista Hispanoamericano, dando un discurso titulado La Batalla de la feminidad, y escribió más de una docena de obras, entre las que se encuentran Plenitud (1946), En tierra extraña (1956), Feminismo y espiritualidad (1964), El mito del amateurismo (1968), Diagnosis sobre el amor y el sexo (1977), Ideario de una beata atípica (1985) o La religiosidad masculina y su desdicha (1993).
En paralelo, escribió crónicas deportivas para el periódico La Nación, y posteriormente textos para Arriba, La Vanguardia o Cuadernos para el diálogo, entre otros medios. También fue corresponsal para el Daily Mail londinense.
“No represento nada para el deporte español, se me ignora totalmente. Soy un cero a la izquierda”, retrató. “Llegar a tu país y ver que no cuentas para nada en todo el movimiento deportivo, después de saber tu trayectoria, duele mucho, esa es la verdad. No sé. Yo creo que debería ser algo así como la anciana del deporte femenino, pienso que posiblemente pudiera haber ayudado bastante a las generaciones de deportistas más jóvenes y... no soy nadie”, lamentaba Álvarez, que como tenista ganó 40 trofeos individuales, 19 en dobles y 21 en mixtos.
Pese a su legado, el reconocimiento llegó tarde. Su familia tuvo que recoger la medalla de Oro al Mérito Deportivo cuando ya había fallecido, a título póstumo. Murió el 8 de julio de 1998, en Madrid, tras luchar contra el alzheimer. Antes, disfrutó de su última etapa en una finca de 700 hectáreas en Almonacid, a 14 kilómetros de Toledo y que en agradecimiento donó al guardés que la había custodiado, Juan Mora. Desde 2017, el Instituto de la Mujer y para la Igualdad de Oportunidades (IMIO) concede anualmente unos premios en su honor, en colaboración con el Consejo Superior de Deportes (CSD). “¿Orgullosa de lo que hizo? Sin duda. ¿Feliz? No lo sé. Es imposible encontrar hoy día una campeona tan polifacética, pero fue una mujer excesivamente solitaria. Hacía de todo, y casi todo lo hacía bien, menos el golf. Odiaba el golf”, cierra su sobrino mientras flota en el ambiente la gran duda: ¿Qué dirían hoy la historia y los relatos si un hombre hubiera conseguido lo que ella logró?
Lilí, o muchísimo más que una pionera.
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