Influenciable
Su vida era una rutina gris que transcurría entre la oficina, el metro, Mercadona y el gimnasio. Pero al presentarla en redes la vestía de colores


Después de una ruptura complicada, se abrió una cuenta en Tinder. Allí se presentó como el novio formal que cualquier hombre querría, una pareja algorítmicamente perfecta. Era amigo de sus amigos. Buena gente. Estaba apuntado a clases de alfarería. Le gustaban la escalada, los paseos por la playa, las series de Netflix, las croquetas… Le gustaban las cosas vulgares y sobadas que a todo el mundo le gustan. Frecuentaba los lugares comunes porque pensaba que en ellos podría encontrar a más gente. Después se abrió otra cuenta en Grindr, donde se llamó “Activo XXL” y se describió de forma sucinta: “Busco un polvo anónimo. Abstenerse afeminados”. Follaba con desprecio y amaba de prestado.
Cuando los primeros ligues virtuales le empezaron a pedir su perfil de Instagram, decidió subir más contenido a sus redes. Empezó a contarse a sí mismo. Más que reflejar su vida, empezó a performar la que le había gustado tener. Publicaba memes, vídeos de conciertos y fotos grupales con amigos que no sentía como tales. Su vida era una rutina gris que transcurría entre la oficina, el metro, Mercadona y el gimnasio. Pero al presentarla en redes la vestía de colores. Los viajes al pueblo para visitar a su padre enfermo eran escapadas o road trips. Los jueves se convirtieron en #juernes. Los viernes en casa, viendo la tele y mirando el móvil eran una forma de #autocuidado.
Iba a los restaurantes de moda para poder inmortalizar tartares de atún, tostadas de aguacate y torreznos en salsa ponzu. Viajaba mucho, pero no conseguía escapar de sí mismo. Una ansiedad pegajosa parecía seguirle a todos lados, como una sombra, un perro atado a una correa. Las experiencias le resbalaban, de ellas solo quedaban fotos. Perseguía atardeceres e intentaba atraparlos con el móvil. Posaba mirando muy fuerte al horizonte, fingiendo pensar cosas profundas. En realidad no tenía nada en que pensar, así que se compró libros de autoayuda y crecimiento personal. En lugar de crecer, se hizo más y más pequeñito. Imitaba posturas de yoga para las fotos, aunque él nunca había practicado yoga.
Lo que le gustaba de verdad era el gimnasio, porque estaba lleno de espejos donde poder mirarse. Porque las actividades eran mecánicas y solitarias. Y de esa forma, consiguió un cuerpo canónico y muchos seguidores más. Cuando llegaba el verano, publicaba fotos en bañador. Durante los meses más fríos, tiraba de hemeroteca para seguir subiendo fotos semidesnudo, con la excusa de que echaba de menos el verano. Solía acompañar estas instantáneas de profundas reflexiones que sacaba de sus libritos sobre el poder del ahora. Al final, sus seguidores no sabían si sentirse cachondos, inspirados o francamente confusos.
Sonreía con los 32 dientes hasta hacerlos rechinar. Parecía posar para una foto que nadie le estaba haciendo: un político en un mitin, un actor en la alfombra roja. Pero al llegar a casa su sonrisa se desmoronaba, volvía a su cara vacía. La tristeza se abatía sobre él como una avalancha, lo sepultaba. Se preguntaba entonces si todas esas personas felices que aparecían en su feed tenían tanto miedo como él. Si los otros también romantizaban su vida para poder sobrellevarla. Si todo el mundo, y no solo su mundo, era una farsa.
El sexo se convirtió en una transacción administrativa. Las relaciones perdieron la pátina de ansiedad que provoca el posible rechazo, el miedo al malentendido. No eran personas lo que tenía delante, sino fotografías, frases que aparecían en una pantalla de móvil y que desaparecían con tan solo pulsar un botón. Sus acciones no tenían consecuencias, porque las podía bloquear. El “no” de una persona se compensaba con el “sí” de otras cinco. Eran números, cromos que coleccionar, cuerpos intercambiables.
Sus amigos eran cada vez más guapos, clónicos y superficiales. Eran famosos en Instagram, que es algo así como ser rico en el Monopoly. Cada foto que subía con ellos, aumentaba sus seguidores. Le subían el engagement y la autoestima. Por fin sentía que pertenecía a algo, aunque ese algo fuera la nada, un grupo de conocidos, arribistas para los cuales la popularidad era el único pegamento social. Eran tan agradables como prescindibles: la aceituna en el vermú, el envoltorio de un regalo. Eran amigos de reparto, secundarios sin frase, guapitos sin trama ni fondo.
Así fue amasando una cantidad considerable de fans, unos pocos miles. No sabía quiénes eran, pero necesitaba su aprobación. Tragaba Prozac de forma compulsiva para mantener la depresión en sordina. Para deshacer el nudo que notaba cada vez más prieto en su garganta. El hombre real empezó a desdoblarse del virtual. Era un novio perfecto que no quería ser novio de nadie, un adicto al sexo y a la aprobación. No tenía amigos, pero le sobraban los seguidores. Hacía años que no tenía una conversación de verdad, ya solo le gustaban sus monólogos. Devoraba aguacates y vomitaba frases comunes. Se hacía selfies fingiendo mirar al horizonte y era incapaz de ver lo que tenía delante. Decía que buscaba el amor, pero estaba tan embotado que era incapaz de querer a nadie, ni siquiera a sí mismo. La vida que vendía era mucho mejor que la que le había tocado vivir. Estaba solo, aturdido, entumecido. Tenía miedo.
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