Cómo no te voy a creer si llevo escuchándote toda la vida
Joaquín Sabina cierra en Madrid su gira de despedida


Paseo de Coches del Retiro. Feria del Libro de 2014. Gente que va y viene. Colas para conseguir firmas de autores, en una de ellas, dos estudiantes de un máster de Periodismo esperan para poder hablar con Joaquín Sabina. Estaban preparando su trabajo fin de máster y buscaban famosos de cualquier índole para hacerles una pequeña entrevista y lo mejor que se les ocurrió fue recorrer las casetas de la feria. Allí encuentras famosos de cualquier corte y confección.
Llega el turno de los dos estudiantes. Frente a frente con Sabina. Solo ellos, sin libro de excusa. Le sueltan su rollo: que si un máster, que si una entrevista, que si les daba un correo o un número de teléfono y le explicaban más por teléfono o por mail. Él los escucha y les remite a “Chus, Chus Visor”. Ellos insisten: “¿No nos puedes dar un correo electrónico y te escribimos ahí?, ¡o un móvil!”. Sabina también insiste: “No tengo móvil ni mail. Hablad con Chus”, y le señala. Ella repite: “Un correo, ¿ni siquiera un correo?”. Entonces el músico le toca la mano que tenía apoyada sobre el mostrador y dice: “Créeme, no tengo ni móvil ni correo, hablad con Chus”. Ella contestó: “Cómo no te voy a creer si llevo escuchándote toda la vida”. Ella era yo, y esto me lo guardo para siempre.
Sabina forma parte de la música que se escuchaba en el coche de mis padres. Esas canciones quedan grabadas a fuego. Había varias cintas de él, pero la que más sonaba era esa en la que se pasaba por Satisfaction, Balas blancas, La muralla, De colores (versión de Nana Mouskuri), Yesterday, Y nos dieron las diez (“y las once. Las doce y la una y las dos y las tres”, a voz en grito con mi hermano sin saber lo que cantábamos), American Pie (“A long, long time ago / I can still remember / How that music used to make me smile”. “Hace mucho mucho tiempo / todavía puedo recordar / cómo esa música solía hacerme sonreír”)...
Sabina forma parte de la música que se escuchaba en el coche de mis padres. Esas canciones quedan grabadas a fuego
Precisamente por eso, porque la música de Sabina me hacía ―y hace― sonreír, decidí que antes de que él dijera “adiós”, yo iba a decirle “hola” en persona, vivir un concierto suyo. Y hace nosécuántos meses, quizá más de un año, compré mis entradas por más de 100 euros. Que digo yo, que el motivo por el que pasa tanto tiempo entre la compra de la entrada y la entrada al recinto quizá se deba a que puedas disfrutar del concierto sin atisbo de dolor de bolsillo.
Así, mientras el 20 de octubre, Rosalía corría por la Gran Vía, en el Palacio de los Deportes (si vas a un concierto de Sabina puedes llamarle por su nombre original, aunque en el público había más zetas de lo que me esperaba, seguramente también adoctrinados por sus padres en la veneración a Sabina) coreábamos “yo me bajo en Atocha...”, “que los que matan se mueran de miedo...”, “lo nuestro duró...”, “quien supiera reír...”. Fue el primer concierto de esta tanda de actuaciones en Madrid, con la que dirá “adiós” al público de la ciudad “a la que debe todas las canciones”. Cuando lo escuchas y lo ves, quietito en su taburete alto, tierno, mirando las letras de reojo en las pantallas que tiene a sus pies, te lo crees. ¿Cómo no le voy a creer? Pero si piensas en la de veces que dicen adiós los de purísima y oro, queda la esperanza de que aunque ahora se despida, en un tiempito puede llegar un próximo hola en algún formato, quién sabe si en forma de festival (no taurino). Sonorama, ahí está el reto.
El público, entregado (nadería al canto). Cómo no iba a estarlo después de haberle escuchado toda la vida. Exactamente igual que los que vayan los próximos 17, 25 y 30 de noviembre, sus últimos holas y adioses. Él estaba muy emocionado. Lo creí. Pero, y mira que lo siento, eso no se contagió. Estábamos instalados entre la melancolía y la alegría, pero también hubo algo de frialdad. En los últimos conciertos a los que he asistido en el Movistar Arena he tenido la misma sensación: hay una especie de prisa por cumplir el horario y cuando suena la campana (o sea, los bises) se enciende la luz y a desalojar deprisita, sin espacio ni tiempo para quedarte absorta mirando el escenario, fijando en la retina, en las carnes y en la mente lo que se ha vivido, tragando despacio para digerirlo bien.
Expulsados del Palacio, por Goya marchaba el pelotón. Al día siguiente hablábamos los papeles de Rosalía, de Joaquín y de Mazón.
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