La paradoja del Lamborghini
Las contradicciones espacio-temporales que se producen en España a causa de los contrastes entre el famoso transporte público y el vehículo privado harían temblar un ojillo al mismísimo Albert Einstein
Es evidente que la campaña para incentivar el uso de transporte público que ha lanzado el ministerio que pilota Oscar Puentes nace del deseo personal y muy legítimo de crear una guerra cultural contra ciertos macarras (esos que piensan que un ciudadano un coche es un principio más democrático que un ciudadano un voto y que se mueven en deportivos de 10 millones desde la ciudad deportiva merengue hasta La Finca) que en realidad solo existen en Madrid, ciudad que es la capital de Reino pero, conviene recordarlo, no el centro del universo.
Dicho matiz se han encargado de recordárselo al ministro más marrullero del socialismo contemporáneo (qué gracia tiene el jodío) muchos ciudadanos del resto del país a los que la sugerencia de “ir al curro en transporte público” los ha invitado a hacer no pocas chanzas. Yo los entiendo perfectamente. Una vez intenté ir en tren de Ponferrada a León y viceversa después de tomar un AVE de Madrid a la capital de mi provincia (otrora reino) y descubrí que ese trayecto, que en coche se hace en como máximo 45 minutos, en locomotora lleva de dos a tres horas.
Las paradojas espacio-temporales que se producen en España a causa de los contrastes entre el famoso transporte público y el vehículo privado harían temblar un ojillo al mismísimo Albert Einstein. Se producen otro tipo de paradojas también: quizá atendiendo al sentido común más antiguo y socialdemócrata una pueda pensar que nadie quiere parecerse al macarra del Lamborghini, pero hay un tremendo error de cálculo ahí y es dar por sentado que el referente del ciudadano medio, el reflejo en el que se quieren mirar las personas que madrugan y van en autobús y metro a currar, no tiene nada que ver con los que van en bólido.
La semana pasada estuve un día y medio en Nueva York. No pagué el viaje con mi dinero y, precisamente por eso, tampoco fui dueña de tiempo. Me moví por la ciudad, eso sí, en transporte privado porque iba a un acontecimiento relacionado con la industria para la que trabajo, la de la moda y, según los organizadores, la única forma de llegar puntual era esa.
El chófer era un señor dominicano encantador quien en los largos ratos que pasamos atascados en el tráfico de una ciudad donde los coches esperan más que circulan me explicó dos cosas: que en la Gran Manzana ni siquiera la gente más rica puede tener un cochazo en propiedad porque es tan, tan, tan, tan, absolutamente imposible aparcar que a mucho menos del 1% le compensa adquirir un vehículo, de manera que los ricos usan servicios de alquiler con chófer.
Luego estuvimos comentando la actualidad política de la nación y él expresó su creciente preocupación por la llegada de inmigrantes al país cuya presidencia se disputan Harris y Trump. Al decirme esto tuve que desandar mentalmente la conversación con él y remontarme al momento en el que me dijo que era dominicano y que había llegado al país cinco años atrás en busca de una vida mejor. Me lo imaginé feliz soñando con un Lamborghini.
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