Visita con los ojos cerrados por la casa de Rafael Bergamín
El arquitecto, uno de los dos que diseñaron la colonia Parque Residencia, en Chamartín y a orillas de la Castellana, vivió en una de sus casas antes y después de la Guerra Civil
El plan original era visitar la casa. Pero la casa está en obras. Una lona verde oscuro tapa los andamios que rodean las tres fachadas ―está pegada a otra vivienda―. Da la casualidad de que la arquitecta encargada de la reforma sale en ese mismo instante por la puerta. Al estar en obras, no se puede acceder sin la protección necesaria ―casco, chaleco y botas, enumera―. Y, además, los dueños no están en España. En Madrid son las doce de la mañana y el huso horario en el que residen no anima a despertarlos de madrugada para una cuestión tan nimia.
El primer habitante de esta casa fue Rafael Bergamín, uno de los dos arquitectos ―el otro fue Luis Blanco-Soler― que, en 1931, pensaron, diseñaron y promovieron la colonia Parque Residencia. A orillas de la Castellana, a poco más de 700 metros de la Residencia de Estudiantes, emergen 85 hotelitos de marcado estilo racionalista. Hay siete modelos diferentes, algunos adosados, incluso de tres en tres. Con dos o tres plantas de unos 80 metros cuadrados y un semisótano que acogía la zona de servicios, en parcelas de entre 250 y 300 metros. Tejado plano. Líneas rectas y un único elemento curvo: la característica rotonda que asoma en la fachada delantera. La planta principal concebida como espacio para estar. Ni pasillos ni accesorios superfluos. Estar es estar.
La colonia estaba destinada a la intelectualidad madrileña de la época. Se pudo acoger a la Ley de Casas Baratas bajo el compromiso de que dos tercios de la parcela se destinarían a patio o jardín y que parte de los terrenos ―de propiedad privada― pasaran a manos del Ayuntamiento. Elma Castañeda Bergamín (76 años, Caracas) es un torbellino de 1,60 metros. Habla, ríe, piensa y se preocupa porque a su interlocutor no le dé el sol. Todo al mismo tiempo. Vive en Almuñécar (Granada). Venía con la ilusión de entrar en alguna de las dos casas de la colonia en la que habitó. No podrá ser. En la segunda, una voz femenina niega cualquier posibilidad a través del telefonillo.
Pero Elma, nieta de Rafael, persona optimista, primero divorciada, ahora viuda, “en una edad sensacional”, no se da por vencida y acepta hacer un pequeño viaje en el tiempo con el pequeño gesto de cerrar los ojos. Y cuando Elma cierra los ojos, recuerda una vida estupenda en casa de los abuelos. Con una primera planta en la que estaban el salón y un comedor. Con una mesa principal rodeada de ocho sillas. Con manteles individuales de lagartera ―el truco para plancharlos es hacerlo cuando aún están húmedos―, vajilla blanca de porcelana, cubertería de plata ―la lata que daba para limpiarla―. Con el espacio circular de la rotonda absorbiendo luz del exterior. Y con las paredes tapizadas con unos cuadros de madera de Guinea en tono caoba. Muy acogedor. Hay un Ribera y un Zurbarán. Y cuadros de Eduardo Vicente, que era vecino. Un ascensor para los platos conecta la planta principal con el primer piso y con el sótano, en donde está la cocina. Y el servicio. Siempre había, al menos, una cocinera.
Subiendo la escalera, en cuadrado, se llega a la primera planta. Aquí están la habitación de los abuelos, la suya y otra más pequeña. Mobiliario racional y moderno. El suelo es de madera, pero el tamaño de las alfombras, de tipo moqueta, hace que casi no se vea. Hay armarios empotrados por todas partes. Dos baños ―uno dentro del cuarto principal― en los que todo parece pensado para la utilidad. También una pequeña terraza, proyectada sobre el tejado de la rotonda.
Arriba, está su parte preferida de una casa en la que vivió desde los 14 hasta los 19 años, cuando se casó: un salón al que entra luz todo el día. Acogió en su momento a los delineantes que trabajaban con el abuelo, antes de la Guerra Civil, antes de emigrar a Venezuela. Se convirtió luego en una biblioteca. Tenía chimenea. Y un tocadiscos que daba la vuelta al disco. Y una pianola. Porque el abuelo siempre tuvo afición por las innovaciones. Y por la música. Sonaban óperas. Y Falla. Y Debussy. El abuelo siempre estaba aquí arriba haciendo cosas. Y a Elma le encantaba sentarse en su taburete, que giraba.
En el jardín, tres cipreses. Una tradición que el abuelo cumplía en todas sus casas.
El abuelo, malagueño, no era muy alto. Siempre en camisa blanca. Llevaba unos tirantes para agarrar la camisa y poder dibujar bien, que no se bajara la manga. Bien vestido. Zapatos cerrados siempre, con cuero bueno. Usaba gafas. Tenía una nariz muy grande (un detalle muy Bergamín). Tenía mucho sentido del humor. Le encantaban los puzles. Practicaba la papiroflexia. Adoraba su profesión. Era diestro.
La abuela Elvira era vasca. Guapa, con ojos azules, poco dada a las muestras de cariño. Un amigo la definió como una emperatriz en el exilio. Se despertaba a las nueve de la mañana, les subían el desayuno por el montaplatos. Se arreglaba y, a las diez, estaba sentada en la sala con su collar de perlas, sus medias, sus tacones y su falda estrecha. Se ponía a hacer crucigramas con un diccionario al lado. Muy estricta: no podía una sentarse encima de la cama o dejar el abrigo a la entrada, algo reservado para las visitas. Era tan delgada ―no le gustaba mucho comer― que se hacía complicado encontrar una faja de su talla.
Pero en la casa se comía bien. Y mucho. Comida, merienda y cena. A las dos, a las seis y a las diez. Y el que no llegara puntual, mejor que se trajera un bocadillo. Dos platos y postres en las principales. Café, té, merengues caseros ―de estilo italiano―, bizcochos y brioches ―con los que el abuelo hacía figuras― a media tarde.
Cuando Elma abre los ojos, resume la historia familiar. “Al empezar la guerra, vinieron unos milicianos a casa y hablaron mi abuelo a preguntarle no sé qué y mi abuelo decidió que la familia se iba inmediatamente. Salieron para París, con la cocinera. Tenía en mente irse a Colombia, pero un amigo le dijo que por qué no se iba mejor a Venezuela, que allí tendría más posibilidades. Y allí se fueron. Allí nazco yo en 1947. Doce años más tarde, los abuelos regresaron a España, dejando en Caracas varias obras de calado y recuperaron la casa. La había ocupado un alto cargo de Franco, que se encargó de romper y pintar todo lo que pudo antes de irse. No había pagado impuestos en todo ese tiempo. Mi familia asumió esa deuda. El abuelo no trabajó más. Al menos, no de forma oficial. Yo me vine con 14 años y pasé aquí una adolescencia feliz. También malos momentos, claro. Hace tiempo que quiero volver a entrar en la casa”. Luego, vivió en otra casa de la colonia otros dos años, junto a sus padres, cinco de sus hermanos, el que entonces era su marido y su hijo.
A Elma la acompaña en el intento de visita su prima Asunción Coronado Ruz (76 años, Madrid).
―En aquella época, estas casas eran una locura. Racionalismo extremo. Y encima venía mi prima con las muñecas de América y todo me parecía de otro mundo. Como que estábamos muy atrasados.
―Bueno, es que estabais muy atrasados.
―A mí me parecía la bomba. Encima estaba el montaplatos, como en las películas inglesas. Subían desde la cocina los platos… a mí aquello me parecía el lujo de los lujos.
―Es que estos bauhahuistas lo pensaban todo ―dice Elma―, fíjate que mi abuelo, cuando se iba a morir, advirtió de que lo bajaran antes de meterlo en el ataúd, porque la caja no giraría por las escaleras.
La familia Bergamín vendió la casa a principios de este siglo. El montaplatos es, hoy, un ascensor. Esa es toda la información que se pudo sacar de la visita con los ojos abiertos.
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