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Salto de fe
Columna
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La felicidad de los asintomáticos

“En la amistad y en el amor se es más feliz con la ignorancia que con el saber”, dejó escrito William Shakespeare sin saber que en el covid también

Una persona guarda cuarentena en su casa.
Una persona guarda cuarentena en su casa.Eduardo Parra (Europa Press)
Margaryta Yakovenko

Sospecho que acabará pasando. Sospecho que no queda mucho tiempo. Han sido casi dos años de esquivar la bala, de agacharme en el último momento, en el momento en el que pasaba casi rozándome la oreja con un zumbido peligroso. El primero en caer en casa fue mi padre. Fiebre pero no demasiada, tos, mocos, cara de covid y dos rayitas que confirmaban lo que ya sospechábamos. Dos días después cayó mi hermano. La covid dejó de ser esa cosa que le pasa a los demás para meterse directamente en mi casa. Estaba muy bien cuando pensabas en ella en términos genéricos, es decir, como pandemia global de la que puedes escapar si te echas gel hidroalcohólico. Como bicho incontrolable y universal, animal terrorífico representado en cifras, daba ansiedad y miedo. Luego, como pequeño ser aplastado por las vacunas, empezó a parecer una cosita minúscula y a punto de ser vencida.

Ahora, mientras oigo las toses de los que quiero, mientras casi puedo oler su fiebre, no hay ni incertidumbre ni desamparo: solo queda la absoluta certeza de que nada podrá evitar que mi madre y yo nos contagiemos. Se siente exactamente igual que cuando se acepta que estás en una situación tan inmensa que nada de lo que hagas podrá evitar que caigas por el precipicio. Con la tranquilidad de los astronautas que se dan cuenta de su insignificancia en cuanto ven el universo, tras conocer el diagnóstico de mis contagiados solo pude pensar en cómo deseaba que por fin llegase la paz que tanto tiempo nos fue arrebatada. Entiéndanme, tengo miedo. Tengo miedo por ellos y tengo miedo por mí. Pero al mismo tiempo estoy tan cansada, tan harta de estar frustrada, tan agotada de ese miedo, que solo puedo estar agradecida de que todos estemos vacunados, de que la ómicron sea leve, de estar lo bastante sanos como para soportar la fiebre unos días sin mayores complicaciones.

A estas alturas y tras dos años del virus entre nosotros, parece que todos vamos a caer, tarde o temprano. La cuestión ya no es contagiarse. La cuestión es contagiarse bonito, casi sin fiebre, a poder ser, asintomáticamente. Esos que se hacen un antígenos “por si acaso” o una PCR al llegar a algún destino paradisíaco y de pronto dan positivo y te cuentan con sorpresa como no les duele ni el cuerpo, ni la cabeza, ni la garganta, ni tienen fiebre, ni se habían dado cuenta siquiera de que lo llevaban dentro, confieso que esos me dan envidia. “En la amistad y en el amor se es más feliz con la ignorancia que con el saber”, dejó escrito William Shakespeare sin saber que en la covid también.

Probablemente, cuando ustedes lean esto yo ya habré incubado el tiempo suficiente al virus y esté en la cama con 38 de fiebre, dos rayitas en el antígenos y cara de covid. En Nochevieja, tras las campanadas, todos alzamos las copas y brindamos por la salud. ¡Qué bobos fuimos! Se nos olvidó brindar por lo más importante: ser asintomáticos.

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Sobre la firma

Margaryta Yakovenko
Periodista y escritora, antes de llegar a EL PAÍS fue editora en la revista PlayGround y redactora en El Periódico de Cataluña y La Opinión. Estudió periodismo en la Universidad de Murcia y realizó el máster de Periodismo Político Internacional de la Universitat Pompeu Fabra. Es autora de la novela 'Desencajada' y varios relatos.

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