Ciudades sin tiendas en un mundo de vagos
La nueva economía se aprovecha de nuestra holgazanería para quitarnos las ganas de oponernos a ella
Cuando aún no vivía en Madrid, una de las cosas que más me fascinaba en las visitas esporádicas a la ciudad, normalmente con motivo de alguna manifestación reivindicativa (que como todo el mundo sabe es, después de ir a ver El Rey León, una de las causas que históricamente más nos ha movido a los habitantes de las comunidades autónomas a hacer turismo en la capital del reino) era el nivel de especialización de los pequeños comercios: me parecía un placer inefable visitar lugares donde era posible encontrar 30 tipos diferentes de moldes pasteleros, aunque al final únicamente entrara a contemplarlos como quien va a un museo.
Cuando me vine a vivir aquí y me instalé en el barrio de Argüelles, encontraba verdaderamente asombroso que, frente al portal que daba acceso a mi cochambrosito apartamento de 30 metros cuadrados, hubiese un matrimonio capaz de subsistir vendiendo específicamente casas de muñecas y elementos para completarlas. No muy lejos se hallaba una librería —que sigue existiendo— donde presumían de comercializar única y exclusivamente novela negra y más allá, un bazar de aeromodelismo donde los clientes iban expresamente a adquirir soldaditos de plomo.
Estos días, en una de las comidas familiares navideñas se habló de un establecimiento del pueblón donde nací en el que un padre, una madre y dos hijos podían a su vez comer gracias a ofrecer a su público, los niños de toda la comarca, flautas dulces, xilófonos, cajas chinas y triángulos. Este comercio no estaba muy lejos de otro donde vendían únicamente trofeos, medallas y chándales escolares.
Esas tiendas no existen ya. Arrasaron con ellas sucesivos centros comerciales, lugares donde se vendía todo eso a la vez en un único espacio y que fueron promesa de prosperidad para un lugar desindustrializado, donde 20 puestos de empleo de cajera y 300 de reponedor parecieron el maná hasta que las cajeras fueron sustituidas por máquinas y ellas, junto con muchos reponedores, tuvieron que venirse a trabajar a Madrid, donde de momento hay más empleo aunque las tiendas especializadas estén desapareciendo igualmente, como también están desapareciendo los centros comerciales. Nadie quiere gastar su limitado tiempo en levantar el culo del sofá para ir a comprar si no tiene que hacerlo. Y cuando mandan a casa a 500 trabajadores de una gran superficie, ¿va a ir una manifestación alguien que no tiene ganas ni de bajar a por mandarinas?
Al lado de mi actual casa madrileña un inglés encantador con un encantador acento ídem vende únicamente jabones, mikados y fragancias de baño. Yo le compro siempre algunos detalles de Reyes porque no son caros, los envuelve en un delicado papel cebolla con estampados y les pone un sello auténtico de Royal Mail.
La nueva economía se aprovecha de nuestra prisa e incentiva nuestra vagancia para quitarnos las ganas de oponernos a ella. Debe de ser por eso que cada vez que hago el esfuerzo de ir a esa pequeña tienda me siento como una atleta. ¿Se podrá seguir llamando ciudad a un lugar donde ya no haya tiendas? ¿Y dónde se va a protestar cuando ya estás en Madrid?
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