Isabel Díaz Ayuso y el puturrú de fua
La España vaciadora, la que no quiere que descentralicen ni una sola institución fuera de Madrid, le habla a la España vaciada, fingiendo que sus problemas le importan
Aunque haya indignado a los defensores de la verdadera causa rural, no es nada extraño que Isabel Díaz Ayuso se haya ido a un pueblo de 50.000 habitantes a solo 37 kilómetros de Madrid para desde allí, con una tierna ovejita entre los brazos, hacer un alegato en pos de la España vaciada. No hay que perder de vista que el gran fenómeno editorial del año pasado ensalza las bondades de una Mancha bucólica, donde los atardeceres son tan épicos como algunas escenas de Lawrence de Arabia y en sus sencillos pueblos nunca pasa nada que no sea puro en intenciones; su autora, una joven millennial, entonces madre en ciernes, ha extendido la idea de que mudarse a Aranjuez, una ciudad de casi 60.000 habitantes a 47 kilómetros de la capital, constituye un transgresor regreso a lo rural.
También es verdad que el aire de Madrid está tan sucio que cualquier cosa que no se extienda bajo la boina de hollín metropolitano se puede considerar campo, y el alquiler es tan caro en toda la Península que los lugares donde la mensualidad cuesta menos de 400 euros pueden llamarse aldea. La gente sueña con que la rescaten del CO2, los virus y de Blackstone.
Como cuando en la contaminada pero pacatona Inglaterra victoriana se puso de moda ensalzar el mito de la Merry England —el perfecto país de verdes praderas, hadas duendes y cottages perdidos que alguna vez supuestamente fue—, la España conservadora de postpandemia anhela volver a un tiempo lejano, de alegres ferias y posadas acogedoras, donde todo es perfecto o al menos muchísimo más simple.
Posiblemente, todo esto esté relacionado con el hecho de que últimamente algunas familias lleven a sus pequeños de excursión a un parque temático ubicado en Toledo, donde se les enseñan nociones básicas de la Reconquista, se les inicia en el bello arte de la cetrería (¿qué niño no sueña con hacer volar a un halcón?) y, en definitiva, se les muestra un pasado glorioso. No exageremos la carga política de estas atracciones, pero tampoco subestimemos el poder didáctico de este tipo de experiencias: a mí de pequeña el colegio me llevó de excursión a la Granja de San Ildefonso a ver fuentes inspiradas en la mitología clásica diseñadas por deudores de Rousseau y Diderot, y por eso crecí pensando que los valores de la Ilustración eran la pera limonera.
No gozan de buena salud esos valores en la política contemporánea, sin embargo, donde mandan más las emociones que las razones. La presidenta de la Comunidad de Madrid se planta en Colmenar Viejo, visita a unos amables queseros con un tierno animalito lanudo en el regazo y dice: “Nos enfangamos en mensajes de progres de ciudad que se olvidan de dónde viene lo que comen ellos y sus familias, y los sacrificios que les cuesta a otros españoles producirlos. Ayuda y seguridad para el campo y sus gentes”.
La España vaciadora, la que no quiere que descentralicen ni una sola institución fuera de Madrid y habla de su comunidad autónoma como si fuese un estado dentro de otro, se dirige a la España vaciada, fingiendo que sus problemas le importan.
Si lo pensamos bien, es profundamente madrileño, eso de pensar que más allá de la M-40 solo hay paletos cuyo leitmotiv es trabajar la tierra para que coman los progres. O peor aún: que no hay nada, ni siquiera vida inteligente y campo de verdad. Bienvenidos a la España tecnomedieval.
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