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Jorge Drexler se erige en el gran revolucionario de la concordia

El uruguayo emociona y se emociona al regresar a los escenarios de su ciudad por primera vez desde la pandemia

El cantante Jorge Drexler, durante su concierto en el festival de verano Noches del Botánico.
El cantante Jorge Drexler, durante su concierto en el festival de verano Noches del Botánico.Ricardo Rubio (Europa Press)

Ha tenido que llegar un hombre bondadoso, afable, sonriente y veraz para hacernos ver lo revolucionario que será siempre llevar la contraria. Ahora que se estilan la mala baba y los colmillos ensangrentados, la descalificación pedestre y el insulto anónimo, llega un trovador de sangre uruguaya y nos enfrenta a un concepto en este momento transgresor y desconcertante: la concordia. Lo de Jorge Drexler no es buenismo, neologismo que quizá contenga algo de insidia y pacatería, de espíritu blandengue. Lo de nuestro protagonista de este miércoles era, más bien, humanismo. O humanidad. O, todavía más sencillo y comprimido: poesía.

Sucedió en el festival Noches de Botánico, en suelo complutense, más allá de la medianoche. Y cuando ya nadie lo esperaba, porque su artífice supo guardar bien el secreto. Anunció Drexler que estrenaría en directo su más reciente sencillo, La guerrilla de la concordia, que acaba de superar en YouTube el millón de reproducciones en apenas un par de semanas. Y para hacer el momento más memorable, pidió que asomaran la decena de integrantes de Gospel Factory, ese coro de túnicas blancas y voces angelicales. Un despliegue de primer orden para una canción que aboga por la complicidad, el cariño y la caricia. Una contravención radical del signo de estos tiempos.

De repente, un loco trovador formula un vuelco súbito, una sacudida a los cimientos de la modernidad con una combinación de apenas seis fonemas. Poesía. He ahí el ingrediente principal que alimenta esa Guerrilla por el concordato, el himno alternativo para los que se niegan a abrazar la dialéctica imperante del exabrupto, la deificación permanente del viejo, tosco y grosero arte de tocar las narices. ¿Y qué tal si nos tocáramos otras cosas? ¿Es que nadie había pensado antes que la experiencia resultaría mucho más enriquecedora, y no digamos divertida?

Por supuesto, a nadie le importó que Drexler –emocionado, nervioso, absorto– olvidara parte de la letra en el flamante estreno de esta octavilla feliz. “La cagué no menos de cuatro veces”, resumió él, entre divertido y avergonzado, antes de proponer la mejor de las soluciones posibles: cantar el himno una vez más, aventar por partida doble la buena nueva. Y aún aprovecharía la presencia de ese coro de voces y almas puras para recrear en clave de góspel dos de sus clásicos más inveterados, Sea y Todo se transforma. Llamémosle Reverendo Drexler por esta vez.

Fue una noche de reencuentros y temblores sentimentales, de confesiones en voz baja que atañen a 1.800 testigos no menos conmovidos. “Madrid es mi casa. Tocar aquí me pone muy feliz y muy nervioso”, había empezado a murmurar el oficiante, que no pisaba los escenarios matritenses desde antes de que comenzara toda esta pesadilla. “¡Te extrañábamos, Jorge!”, gritó alguien desde la platea. “¡Y yo a vos también!”, respondió el interpelado, como si nos conociera a todos por nombre y filiación.

Estuvo Drexler reconcentrado, a ratos contenido, como temeroso de sufrir un colapso emocional. “Tengo miedo de que suba eso que llevaba tanto tiempo sin subir”, resumió con ese don suyo para la palabra hermosa. Claro que aminorar las pulsaciones no es sencillo si tu propia conviviente –en terminología coronavírica– asoma por las tablas para compartir una canción. La escogida por Leonor Watling fue Toque de queda, una preciosidad escrita en Sepúlveda (Segovia) sin ánimo premonitorio, por mucho que el título, a estas alturas de la historia, se las traiga.

Era curioso caer en la cuenta de que ese Toque de queda suena más marlanguiana que drexleriana, quizá porque circula mucha esencia de Tom Waits por su torrente sanguíneo. Y fue llamativo que la redimensión pandémica de la terminología también haya propiciado el rescate de otra bellísima página olvidada, Sanar, inquietante en la oscuridad de sus acordes y hasta de sus silbidos. Estremecida, sin duda (“nadie nace sabiendo que moriría”), pero alentadora en toda su reivindicación del hermoso misterio de la vida.

Todo parecía, bien se ve, propicio para las emociones fuertes. Incluso las contrariedades y los imprevistos dan ahora pie al descubrimiento de ángulos inesperados. El concierto se había anunciado en formato de trío, pero la pianista catalana Meritxell Neddermann lleva unos días confinada por la covid y Drexler se vio abocado a reinventar la convocatoria como un mano a mano con Borja Barrueta, el percusionista que le lleva acompañando desde hace 17 años pero con el que nunca había operado como dúo. El sobrevenido experimento funcionó gracias a la excelencia de Drexler como guitarrista, no siempre destacada como merecería. Más de un grupo indie con galones mataría por disponer de la eléctrica del uruguayo en la alineación titular. No surgirá la ocasión, claro, pero sería muy curioso.

Confesiones, reencuentros, sobresaltos, filigranas, virguerías. Y Leonor Watling. Pero nos falta todavía un ingrediente, inesperadísimo, para completar esta vista panorámica. Se llama Pablo y el apellido resulta ser Drexler, en su condición de hijo de Jorge y la también cantante Ana Laan. Pocos habían oído hablar de él. Los más madrugadores le descubrieron oficiando como telonero, bajo el nombre artístico de PabloPablo. Pero cuando el chaval se sumó al progenitor para afrontar juntos una versión de High and dry, el clásico de Radiohead, sucedió algo prodigioso. La primera estrofa le correspondió a Jorge, que dio cuenta de ella con gusto exquisito. Y en esas llegó Pablo, armado de una voz aguda y maravillosísima. Le bastaron dos versos, tan solo dos, para que la grada, estremecida, se entregase a una feliz eclosión de aullidos.

Drexler ya no tiene edad ni necesidad de ser un hombre prolífico. El uruguayo va camino de sus buenos cuatro años sin distinguirnos con el regalo de nuevas composiciones, un honor que no nos corresponde desde que Salvavidas de hielo compitiera con los últimos coletazos de la canícula en septiembre de 2017. Nos tiene a pan y agua, el muy malvado (dejemos Nominao, su irrupción en el universo de C. Tangana, en el capítulo de las travesuras discutibles, incluso desdichadas), pero La guerrilla de la concordia sirve como prólogo para su particular desescalada. Y nos permite reasignarlo nuevamente al colectivo de los no adscritos.

Mi verso no es de este mundo, parece sugerirnos el ilustre vecino de Chueca. Ahora que las astracanadas pueden provenir de exministros revisionistas y hasta de los más altos tribunales, por no mencionar los aspavientos de la marabunta tuitera, Jorge propone algo tan sencillo y transformador como hacerse a un lado.

Ahí os quedáis, hinchándoos las venas de la ira. Para vosotros la perra gorda y, por descontado, el ladrido furibundo. Pero quedamos otros. Los demás. Y después de que el bardo nos cantara a voz en cuello eso de “El miedo salió de su fosa / y hoy amar es cosa de valientes”, hasta parece que se respiraba mejor.

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