Exigir lo justo
Qué soberana tontería cometemos todos cuando empezamos a exigirle a la vida mucho, demasiado, tanto
Me ocurrió de súbito, como ocurren siempre las revelaciones importantes. Con las ganas de vacaciones ya picándome en la espalda como una salvaje dermatitis, estaba intranquila en casa pensando que antes de irme, debía dejarlo todo atado y bien atado. El hotel. El apartamento. Vamos a mirar los restaurantes de la zona de una ciudad en la que no he estado. Me imaginaba las buganvillas de las calles y las casas blancas y relucientes, encaladas como solo saben estarlo en el rincón más pobre y bello de Europa. Me imaginaba que no tendría sentido llevarme sandalias de tacones, porque el empedrado pintoresco que en mi cabeza recubriría la calle de cierta ciudad o pueblo de playa, me prohibiría ponérmelos. Mejor me llevo zapatillas. Ah, pero, las zapatillas no me pegan con el vestido. Mejor me compro otras sandalias planas que además estamos en rebajas.
Pero como digo, ocurrió de súbito. No pasó cuando empaquetaba mentalmente la ropa que me iba a llevar, ni los biquinis que me iba a poner, sino cuando estaba ante la librería de mi casa, releyendo y manoseando los lomos de los libros que me he comprado desde que empezó el año y que no he abierto ni una sola vez, pensando que me los leería en vacaciones. Como si en vacaciones pudiera, de verdad, como si pudiera leerme casi 20 novedades literarias entre poesía, novela y ensayo. ¿Pero quién me creo que soy? Si luego me paso todo julio o agosto con la capacidad mental justa para leer una novela negra que mastico como una hamburguesa del mcdonals, relamiéndome a cada página, queriendo más y más calorías, adicta al subidón de azúcar.
A la vida en general, hay que exigirle lo justo. Como con miedo de agobiarla
Y de súbito ocurrió que me di cuenta, con horror, que no iba a leer esos libros. Que probablemente el pueblo no fuera tan pintoresco en realidad como yo ya estaba exigiéndole que debía ser. Que a lo mejor ni siquiera tiene buganvillas y por la noche no se oye el grillar de los grillos que rondan a las grillas, sino el ruido lejano de un coche solitario pasando con las luces encendidas de una carretera comarcal. Que probablemente no me pondría morena por estar una semana en la playa, ni que tampoco se me iba a ondular el pelo por la brisa del mar. Qué tontería, me dije. Qué soberana tontería cometemos todos cuando empezamos a exigirle a la vida mucho, demasiado, tanto. A la vida en general, hay que exigirle lo justo. Como con miedo de agobiarla. De otro modo solo puedes caer en el error de una mala gestión de expectativas que acabarán por quebrarte, empujarte al abismo del enfado, porque las cosas no han sucedido como tú creías que debían suceder. Pasa cuando imaginas que una fiesta será divertidísima y te inunda el tedio. O cuando vuelves al mismo lugar en el que un día te lo pasaste bien y descubres que ha perdido todo brillo. Lo que más disfrutamos siempre tiene la habilidad de ser inesperado. Y no tenemos derecho de demandar lo exquisito, solo el deber de disfrutarlo.
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