Mascarilla ‘forever’
Quizás, ya acostumbrados, no sea mala idea llevar la cara tapada para siempre
El infierno son los otros, y sus juguillos también. Por alguna razón, entiendo que biológica, nos dan asco los fluidos de las otras personas, a no ser que esas personas nos sean muy queridas, en cuyo caso no nos importa ingerir todo aquello que segrega su organismo, incluso con gusto.
Durante la pandemia hemos aprendido a defendernos de todo lo que un ser humano vuelca en la atmósfera en el ejercicio de sus funciones vitales. La mascarilla, pasados los meses, ya no se ve como un elemento extraño sino como un componente más de nuestra cotidianidad. Incluso, según su estampado, como un complemento de moda, como una forma de adornar nuestro rostro o reafirmar nuestra personalidad, ya sea con una bandera de España, un arco iris LGTB o una sonrisa del Guy Fawkes de V de Vendetta. Yo ya estoy en un punto de comunión que, al regresar de la calle, puedo estar horas por casa con ella puesta sin advertirlo. No sé dónde acaba mi máscara y empieza mi mascarilla: total, con la edad se le va a uno poniendo cara de otra persona.
Supongo que nadie quiere pillar el virus a deshora, ser ese al que entuban en los últimos compases de la tragedia, el último que cierra justo cuando ya tocaba vacunarse.
Ya no es obligatorio llevar mascarilla al aire libre, siempre y cuando uno guarde las distancias, pero anda todo el mundo alucinado porque la gente, mucha gente, sigue cubriéndose el rostro. El sábado, día de la “liberación”, nos despertamos y el dinosaurio seguía ahí. Se esperaba que la gente se arrancara la mascarilla y saliera a toser por doquier, encima de sus vecinos, con la misma furia con la que se asediaron las terrazas o con la que se formaron atascos para escapar en cuanto se pudo, pero en esta ocasión la población se mostró mucho más sosegada y prudente, y mira que el “bozal” ha resultado odioso a algunos. Está muy bien cambiar esa imagen de teenager caprichoso que se le ha pintado a la ciudadanía, supuestamente más preocupada por el cachondeo que por el civismo. Al ver a los abnegados vecinos caminar, muy dignos, con la mascarilla puesta, se percibe al país de otra manera.
Supongo que nadie quiere pillar el virus a deshora, ser ese al que entuban en los últimos compases de la tragedia, el último que cierra justo cuando ya tocaba vacunarse. No tengo muchas ganas de desenmascarillarme: siempre vi a los asiáticos enmascarados como un ejemplo de civilización y modernidad. Como Michael Jackson o Bad Bunny, verdaderos adelantados a su tiempo en el uso del tapabocas.
Eso sin contar el anonimato parcial que proporciona la prenda, ideal para no saludar a personas que uno prefiere evitar, librarse de los anacrónicos besos en las mejillas o cometer impunemente pequeños delitos. Pero, sobre todo, porque he imaginado durante todos estos meses los barreños llenos de gotículas, babas y salivillas ajenas que he evitado tragarme y ahora la idea me parece sencillamente repugnante.
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