Las vacunas resucitan la petanca
Los mayores inmunizados retoman en los parques de Madrid el juego que abandonaron por miedo al contagio de coronavirus
Mañana de sábado primaveral, cielo despejado. Entre los setos del parque de Aluche, al sur de la capital, se juegan dos partidas simultáneas de petanca, público incluido. Luis Ugarte, de 82 años, observa pensativo el caer de las bolas de metal sobre la pista. Pum, pum, pum, es el sonido de la artillería de barrio. “¡Sales tú, Luisito!”, le dice un compañero de equipo. Ugarte se coloca dentro de un aro rojo que señala la zona de tiro. Flexiona las piernas, alarga el brazo derecho y lanza su proyectil contra la posición enemiga. “Que vaya aprendiendo alguno”, proclama arropado por los suyos.
Los suyos son dos jubilados de panza prominente. El primero compagina el chándal con los zapatos de vestir, mientras que el otro, incluso arremangado, conserva un porte distinguido. La dosis inicial de la vacuna los ha animado a ambos a retomar un juego que abandonaron, hace ahora un año, por miedo a la infección. Saben de sobra que un solo pinchazo no los inmunizará contra el patógeno. De hecho, ya tienen cita para culminar el proceso en abril. Pero el buen tiempo acaba de hacer su aparición y la vida que les estaba vetada parece ahora factible. Con el añadido de que los centros para mayores continúan cerrados y “algo hay que hacer”, sostiene Ugarte. “Ya hemos perdido demasiado tiempo y a estas edades es algo muy grave”, denuncia con expresión seria.
—¡Menos charleta y más juego, figuras! Que luego nos lamentamos.
Un señor calvo con voz gutural reprende a quienes se desconcentran. Hoy compiten de tripleta, es decir, un tres contra tres en el que se llegan a utilizar seis bolas. Después de cada tiro estas se abrillantan con una gamuza. El objetivo es lanzarlas lo más cerca posible de un boliche anaranjado, quien lo consiga suma un punto en cada partida. Ganará el equipo que antes alcance los 15 tantos. Un marcador de madera fabricado a mano, que consta de dos ruedas, lleva la cuenta. La mayoría de los jugadores sobrepasa los 80 años. Otros más jóvenes siguieron jugando pese a la pandemia, pero individualmente, uno contra uno. Esta congregación de participantes es algo reciente. “La petanca resulta muy segura”, dice Paco Pascual, un septuagenario que defiende este deporte de equipo donde parece fácil mantener la distancia de seguridad.
En medio siglo de incontables partidas nunca habían pasado tanto tiempo sin jugar. Alguno incluso confiesa haber tirado a la basura sus bolas de petanca, en un arrebato contra la odiada nueva normalidad. No es el caso de Antonio Cuenca, que grabó en ellas sus iniciales al poco de casarse. Este salmantino de 92 años dice haber perdido la práctica: “Lanzo dos hierros y me canso, cagüen. Luego vuelvo a casa y el resto del día voy de la cama al sofá y del sofá a la cama”. El esfuerzo puede merecer la pena si consigue asombrar al público sin grada, muy crítico y poco dispuesto al aplauso fácil. Y eso que en todo Carabanchel se conoce el toque de Cuenca. Es uno de los llamados galácticos, en alusión al Real Madrid comandado por el marqués de Del Bosque.
El apelativo se debe a que este antiguo operario de fábrica compitió en la liga federada. Sucedió en la época dorada de un deporte natural de la Provenza francesa, pero que en los sesenta cosechó grandes dosis de casticismo madrileño. Ahora está en declive, aunque la veintena de curiosos que se asoman a la partida durante un parón de su paseo matutino demuestra que la petanca sigue despertando interés. Hombres de gorra enroscada y palillo en la boca que estudian cada movimiento de las bolas de casi un kilo de peso al deslizarse sobre la grava. “La cosa tiene su aquel”, asegura Cuenca, porque el terreno es irregular y tuerce a capricho la trayectoria de todo lo que rueda. “Cuando hay muchos hoyuelos en la tierra lo mejor es tirar alto”, aconseja.
La estampa se repite un martes por la tarde a nueve kilómetros, en el Parque de Lisboa (Alcorcón). Dos grupos de hombres mayores practican la petanca allí donde otros pasean al perro, salen a correr o practican yoga. Antes del año pandémico estos señores frecuentaban un hogar del jubilado muy próximo, en el que las mañanas transcurrían entre el mus, el villar o el dominó. Los miércoles se celebraba un baile en línea, de cara al profesor, cuyos movimientos replicaban con energía. Pero todo aquello se acabó, al menos por ahora. “¡Esta sí que vale, prenda!”, exclama Fernando Herráez, de 81 años, cuando la bola que arroja su colega consigue alcanzar el boliche rojo. Se diría que este es un juego anodino, pero él le añade épica: “Yo soy El Destructor, me encargo de romper la formación contrincante”.
Como la mitad de los octogenarios madrileños, Herráez todavía está esperando la primera inoculación, pero no hace otra cosa que hablar de la vacuna. Se reconoce un poco obsesionado. Pregunta a quienes la han recibido si notaron síntomas o advirtieron algún signo de renovado vigor. “Hemos pasado mucho miedo, de nuestro grupo de toda la vida fallecieron cinco casi de golpe, después otros tres en verano”, relata poco antes de que sea su turno de lanzar. Asume el riesgo de bajar a la calle y “echar unas bolas” porque siente más cerca el final de esta crisis. El precio a pagar ha sido alto: Herráez no ve a sus nietos desde que la tercera ola del virus sacudió la región. Sus hijas, dice, prefieren ser precavidas. Cuando pueda encontrarse con ellos tal vez bajen juntos a jugar: “No sé yo si se animarán, los chavales prefieren las pantallas”.
Ignacio forma parte del trío contrario. Tiene 81 años y presume de una excelente forma física, cultivada en la bicicleta estática y unos largos paseos matutinos. Su golpe con las bolas es exacto, casi milimétrico. Como un delineante, calcula mentalmente las distancias y con la mirada traza las rectas que le valdrán un tanto más. Excepto si la jugada resulta dudosa, como es el caso, entonces echa mano de su metro para salir de dudas, lo despliega rápido y emite el veredicto final: “Gana Antonio, tanto roce le ha resultado bien”. Otro se queja: “Déjame medir a mí”. Pronto comprueba que ha sido derrotado por algo menos de un centímetro: “¡Llevas razón! Oye, qué faena”. La partida termina de este modo, todos recogen sus bártulos. Cae la tarde y los bloques que ocultan el horizonte se ven dorados por el sol. Mañana más y mejor.
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