Violinista desde la cuna, cantante de chiripa
La carabanchelera María de la Flor descubrió el poder de su voz en una noche de micros abiertos. Hoy, producida por Diego Galaz, es una enorme promesa de la canción
La infancia de María Martín Blanco son recuerdos de un salón diminuto en su humilde casa de Carabanchel, un edificio antiguo con alfombras desvaídas en cada habitación, techumbre de madera y una columna en el centro de la estancia principal. Sus padres, su hermano pequeño y ella misma se disponían en torno a aquella columna para cantar y bailar alrededor, cada vez más deprisa, al son de la canción central de La viuda alegre. Y el juego se prolongaba, entre risas, hasta que alguno acababa pegándose un golpetazo contra la pilastra o todos se desplomaban sobre el suelo de puro cansancio.
Han transcurrido un par de décadas desde aquellos cándidos divertimentos en familia, María suma hoy 27 primaveras, presume de pedigrí carabanchelero –es muy amiga de Ede, otra artista jovencísima y brillante del barrio– y apenas bailotea ya, pero canta como los ángeles. Lo comprobará cualquiera que se asome a partir de abril por Temple, su estreno discográfico, o quienes se acerquen este sábado por el Teatro de la Abadía o el día 20 por el Centro Cultural Paco Rabal de Vallecas, donde desplegará su todavía incipiente repertorio dentro del Festival Internacional de Arte Sacro (FIAS). Pero durante la semana, cuando no se recluye en el local de ensayo, podemos encontrarla pasando consulta como flamante psicóloga. Entre la dulzura de su voz y la sagacidad de sus consejos frente al diván, está claro que le luce curar almas y corazones. Justo ahora, cuando más falta nos hacen los bálsamos.
Hay algo de mujer sabia y a la antigua usanza en esta muchacha esforzada y curranta, hecha a sí misma y con cierta tendencia a la hiperactividad. “Soy una viejoven de libro”, admite entre unas risas que contrastan con el halo de nostalgia en su mirada glauca. “Me siento un cruce entre una niña pequeña y una abuelita. Siempre fui de preguntar mucho a los mayores, de aprender con las conversaciones y los entornos rurales. Sigo esforzándome, aún hoy, por huir todo lo que se pueda de la globalización”.
“Quien escucha mi música percibe enseguida que me influyen más algunos artistas muertos que los vivos”
Por eso asumió De la Flor, un apellido de su abuela, a efectos artísticos. “Quien escucha mi música percibe enseguida que me influyen más algunos artistas muertos que los vivos”, concede en referencia, sobre todo, a la música tradicional española o el gran folclore latinoamericano.
Se familiarizó a trastear con un violín entre las manos desde los tres años y aún es hoy el día en que sigue refiriéndose a su maestro de entonces, Suso Moreno, como su segundo padre. Suso se percató desde el primer momento de que la chiquilla era un terremoto, un hervidero de ideas, sentimientos y ocupaciones al que todavía ahora le sigue “funcionando la cabeza demasiado rápido”. Por eso acertó a inocularle el amor no solo por las semicorcheas, sino también por la perspectiva y el sosiego mental. “Su ejercicio favorito era que acudiésemos a visitar el mismo árbol de un parque cada tres meses, coincidiendo con los cambios de estación. Eso me enseñó a comprender y asumir sensibilidades muy distintas, aunque hoy siga siendo una mujer severa y exigente conmigo misma”.
Esa severidad se traducía, entre tantas cosas, en unos nervios terribles cada vez que afrontaba un examen de mediana importancia. En su empeño por calmar aquella tormenta, se le ocurrió acudir a una sesión de micro abierto (para espontáneos de entre el público) en la víspera del examen final para completar el grado profesional de violín. Nunca había cantado en público, pero aquella noche en el Búho Real se atrevió con unas alegrías de Cádiz y algo de Sílvia Pérez Cruz. No solo sacó una buena nota al día siguiente; descubrió, de paso, la fuerza inexplorada de su voz. “Disfruté de mí misma como disfruto con una buena conversación”, recapacita. “Y encontré un lenguaje para traducir mi naturaleza explosiva a un entorno de calma”.
“Tenía a algunos de mis ídolos musicales metidos en casa para trabajar conmigo. No me lo podía creer”.
Violinista por intuición paternal, psicóloga por ánimo benefactor, cantante de pura carambola. Solo faltaba el factor impredecible de las redes sociales para completar la ecuación. Cuando el burgalés Diego Galaz la descubrió de casualidad haciendo gorgoritos en una story de Instagram no se resistió las ganas de enviarle un mensaje privado: “¿Y tú desde cuándo cantas, chiquilla?”. El productor y multiinstrumentista de Fetén Fetén, uno de los músicos más imaginativos, eclécticos e inspiradores de nuestra escena, le sugirió grabar un puñado de canciones, “a ver qué pasa”. Y convocó a otros intérpretes estratosféricos, desde el guitarrista y mandolista Josete Ordóñez (Eliseo Parra, Manolo García, La Shica, Chambao…) al violinista Raúl Márquez, habitual de Zenet. “En apenas un par de semanas”, se asombra María, “tenía a algunos de mis ídolos musicales metidos en casa para trabajar conmigo. No me lo podía creer”.
Y así siguen: aprendiendo y creciendo juntos. Descubriendo por mediación de Ordaz que las canciones “no tienen que ceñirse siempre a unas estructuras muy definidas”, una libertad de miras que aprecia también en sus admirados, Amancio Prada o Natalia Lafourcade. Y convenciéndose de que la llamada del arte resulta siempre más poderosa que una actividad convencional, igual que los bailes con La viuda alegre en el salón la entretenían más que cualquier programa de la tele. “No soy la única”, concluye. “Mi hermano, Ignacio, que es un cerebrito, comenzó dos carreras serias que aborreció casi a partir del primer día. Desde que entró en Bellas Artes y se dedica a la escultura, es un tío feliz…”.
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