Rebeldes
Mientras los narcisos se regodean en el estanque, ellos sirven cada día a los demás en la medida de sus posibilidades
Un pastelero que coloca con nata y mimo la coma del vocativo en la tarta de cumpleaños: “Felicidades, Manuel”. Un conductor que dice “buenos días” cada vez que un nuevo pasajero sube a su autobús. Un florista que interroga al cliente sobre la destinataria y la ocasión del ramo antes de escoger cada flor. Un médico que tenía que haberse ido a casa hace una hora y deja hablar al paciente, sabiendo, por experiencia, que en algún momento de su confuso relato le dará la pista adecuada para su diagnóstico y tratamiento. Un carnicero que sabe, también, que a María le gustan “finas, muy finas” y que corta las lonchas del fiambre sin mirar a la cola que espera. Un camarero pendiente del momento en el que se queda libre el periódico para llevárselo a ese hombre de la mesa cinco que lo lee a diario, junto al café “con una gotita de leche, solo una” que ya no tiene que pedir. Un fotógrafo que, en el reino de los selfies, atraviesa Madrid cargado como una mula para domar la luz si desobedece. Un filatélico que, en el imperio del WhatsApp y los buzones vacíos, se resiste a cerrar una tienda que cabría entera en una caja de cartón.
Tengo la suerte de enamorarme casi todos los días, incluso varias veces. Son amores fugaces, pero intensos y casi siempre tienen que ver con la profesionalidad. Me derriten los perfeccionistas, los que ejecutan su trabajo con la aplicación del primer día; los que se detienen en los detalles, es decir, en el otro. Hay algo hermoso en esa voluntad de ser mejores cuando la jornada laboral de hoy es exactamente igual que la de ayer y pudiendo hacer su trabajo mecánicamente eligen fijarse, preocuparse por los demás. Ese esfuerzo es aún más conmovedor ahora, en plena pandemia, cuando todo el mundo parece enfadado, cansado, frustrado o triste, y una mala cara por parte de las personas que nos atienden jamás podría considerarse una sobreactuación.
Mientras gran parte de los que tienen que solucionar sus problemas pierde tiempo peleándose, convirtiendo cada sesión parlamentaria y cada pleno en una intempestiva fiesta del reproche, un grupo de profesionales decide abstraerse cada día y servir a los demás en la medida de sus posibilidades. Mientras los narcisos se regodean en el estanque, ellos actúan, nos traen, nos llevan, nos escuchan. Y por eso su profesionalidad no solo es una forma de resistencia, sino también de rebeldía.
Cuando todo alrededor parece desmoronarse, empujando al desánimo o la melancolía, el bienestar puede estar en la ilusión de mantener una costumbre —un periódico, un café con solo una gota de leche y un buenos días—; en el consuelo del trabajo bien hecho y en la sensación de que, en ese momento y para alguien, no hay nada más importante.
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