Navidad: abolición ya
Se supone que la Navidad transmite los mejores valores de la sociedad, pero, en realidad transmite algunos de los peores
Habría que abolir la Navidad, total, para hacerlo mal... Ahí fuera, en otros países, están poniendo medidas durísimas y, además, ¿cómo tener ganas de celebración colectiva cuando la sociedad está, literalmente, enferma?
Sin embargo, la preocupación ha sido salvar la Navidad. Pero la Navidad no se puede perder porque la Navidad simplemente es. Como la primavera, que no se puede detener, aunque corten todas las flores (dijo el poeta). La Navidad es la conmemoración del hipotético nacimiento de Jesús y el solsticio de invierno, el momento astronómico en que los días dejan de menguar. La victoria de la luz, la llegada de Cristo.
(Me imagino el acojone de los antiguos cuando veían que la noche cada vez era más grande y que les iba a comer por completo, como en una novela de Mariana Enríquez. Yo cada diciembre me asusto, como si no fuera a volver nunca el día: que algo haya ocurrido siempre no significa que vaya a volver a ocurrir en el futuro (el problema de la inducción, dicen los filósofos). Solsticio rima con alivio.)
La cosa es que cuando hablamos de la Navidad hablamos de otra cosa: una orgía de consumo descerebrado, una continuación del Black Friday, más duradera y con coartada mitológica. Por eso su inicio lo marca El Corte Inglés y el alumbrado municipal, la gigantesca menina mutante del espacio exterior. Se dice que se va a perder la Navidad porque se va a perder el business y no he visto a ningún obispo, catequista, párroco o capellán salir a quejarse, de tan asimilado que lo tenemos.
Se supone que la Navidad transmite los mejores valores de la sociedad, pero en realidad transmite algunos de los peores. Habría que desvincularla del mero alimento de las bajas pasiones, de la compra masiva de corbatas, perfumes, langostinos, corderos y gramos de cocaína, porque la Navidad la hay que vivir en Cristo, con austeridad mística y castellana, y no ebrio, empachado o de resaca. La Navidad, además, es un atentado contra los límites del planeta: hay que buscar otro modelo de negocio.
Es difícil, porque es necesario mucho banquete y mucha juerga para aguantar esta época en la que nos incitan a ser felices sin freno, en el seno de familias perfectas, porque fuera de la ciencia ficción publicitaria no existen la felicidad navideña ni las familias Profidén: es todo más triste. La Navidad es fuente de neurosis y, según mi psicoterapeuta, cuando más gente se deprime. No es para menos, porque la gente es pobre, o está sola, o echa de menos a alguien, o no es bondadosa, o no siente tan exultante como ordena la tele. Pero disimulamos y le damos otro sorbo al cava, como si el mundo no se fuera a acabar y la noche no fuera a ser eterna. Feliz bicarbonato y próspero ibuprofeno.
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