Un rincón para someterse al sonido celestial de los vinilos
La sala Tempo reabre como el primer club audiófilo de Madrid e incorpora la gastronomía de un chef con estrella Michelin
Existe un lugar en Madrid donde podemos soñar por un instante que nos encontramos frente al escenario principal del festival de Woodstock. Es un rinconcito escueto y recóndito, apenas un par de amplios butacones de cuero junto a una pequeña mesa redonda de centro en la que colocar, pongamos por caso, nuestra copa de vino. Pero la referencia no es hiperbólica: lo que se yergue frente a nuestros oídos son un par de cajas Alsec movidas por una etapa McIntosh, justo la combinación que los ingenieros de sonido escogieron en agosto de 1969 para aquella multitudinaria congregación en el estado de Nueva York.
Hay que ser muy aficionado a la alta fidelidad para no perderse en el maremágnum de marcas y modelos de estos cacharros, todos construidos con maderas macizas y metales nobles en aquellos tiempos en que nadie se consideraba obsolescente, y menos aún de manera programada. Pero solo hace falta abrirse de oídos para despanzurrarse en cualquiera de esos dos sillones y sucumbir a la evidencia: el sonido es, en una sola palabra, celestial.
La experiencia puede disfrutarse desde este mismo fin de semana en Tempo, la pequeña y coqueta sala de la calle de Duque de Osuna, al pie de Princesa, que desde 2002 viene programando soul, blues y otras músicas con sustancia. Y detrás de la tramoya sigue estando su impulsor de siempre, Roberto Rey, un lucense de 49 años tan involucrado con la causa que cualquiera de sus interlocutores le ha trastocado el apellido hasta rebautizarle como Roberto Tempo. Este empresario, pinchadiscos y melómano radical aprovechó la pesadilla de la pandemia para materializar una idea que le rondaba por la cabeza desde un par de años atrás: reconvertir el Tempo en el primer club audiófilo de esta ciudad, a la manera de los que en la década de los cincuenta proliferaron por Japón y desde hace décadas integran el ecosistema noctámbulo de Londres, París, Atenas, Los Ángeles o Buenos Aires.
La pregunta del millón: ¿hay suficiente público de oído fino en estos tiempos dominados por el streaming, el formato digital comprimido y la escucha en cualquier cacharro portátil de medio pelo? Rey suspira antes de contestar afirmativamente. “Cada vez que creo un grupo en redes sociales, la respuesta es muy alentadora”, asegura. “En una página de Facebook dedicada a amantes del sonido de alta fidelidad, publiqué las fotos de estos equipos y más de 200 personas de fuera de España me mandaron mensajes privados para anunciarme que vendrían a visitar el local en cuanto terminaran las restricciones de la pandemia”.
Roberto interrumpe la charla para seleccionar un nuevo vinilo (¡por supuesto!), escoge una joya de Art Pepper y se entrega a la nostalgia mientras paladea las notas del saxofonista californiano. “Este es un trabajo extraordinariamente vocacional. Si quisiéramos ganar dinero con un bar musical, nos dedicaríamos al reguetón”. Pero él no podría. Pesan demasiado estas tres décadas de bagaje y prestigio tras los platos. Justo desde aquella noche en el Anagrama, mítico garito de Lugo, en que con solo 17 años convenció a los dueños para que le dejaran manejar los elepés en la cabina. No debió dársele mal del todo: a la caída de la madrugada, el dueño le dio las gracias y deslizó un billete de 2.000 pesetas en el bolsillo de su camisa. Una fortuna.
Aunque haya transcurrido mucho tiempo, la pasión continúa obrando las veces de carburante. Rey culminó un prometedor máster en Comercio Internacional y apuntaba maneras como “hombre de provecho”, pero se aburría mortalmente y puso rumbo a Londres para oxigenar las neuronas y aprender inglés. A su regreso se atrevió con la aventura del Tempo, que de aquella era un restaurante cubano, La Cuba de Nilo, regentado por la periodista Isabel Gemio y su entonces pareja, Nilo Manrique. “Lo gracioso es que en los noventa yo había tenido una novia madrileña que vivía aquí cerca y frecuentábamos este mismo local, entonces un garito llamado El Jardín de las Delicias”, se sonríe.
De todos aquellos antecedentes, el nuevo Tempo Audiophile Club ha recuperado la parte gastronómica, encomendada ahora a David García, jefe de cocina en el Corral de la Morería, y su brazo derecho de unos cuantos años a esta parte, Iñaki Sanz de Larrechea. Eso bien merece una visita furtiva a los fogones, donde ambos comparten la excitación y el pulso alterado de los grandes estrenos. “Han sido muchos meses de preparativos minuciosos”, corrobora De Larrechea. “Solo para una de las grandes apuestas, el perrito caliente de chistorra con ketchup de pimientos asados, invertimos mes y medio probando con una panadería de Ávila distintas masas, horneados y fermentaciones. En estas cosas necesitas la complicidad de proveedores tan locos como tú. Se trata de que el cliente, en último extremo, perciba que está en el Tempo y no en cualquier otro sitio”.
Iñaki tira de simbología musical para definir su cocina: una base clásica y romántica, a lo Luis Eduardo Aute, alterada con la osadía punk y despatarrada del mismísimo Kurt Cobain. García, titular de una estrella Michelin, escucha divertido antes de avisar: “En el fondo, música y cocina comparten no pocas variables. Ambas se parecen en la importancia de los tiempos. Una composición acelerada no armoniza y acaba sonando mal. Igual sucede si no mides los minutos en los fogones. Al final, hablamos de dos experiencias muy emocionales”.
La velocidad de las cosas: una buena conversación para estas venideras tertulias en el Tempo. Pero no elevemos demasiado la voz. Ninguno de los 2.500 vinilos que maneja Roberto Rey serviría como mera música de fondo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.