Las 3.000 cartas al director del señor Stuyck
Un exdirectivo de Disney, ahora con 77 años, ha publicado de forma compulsiva sus reflexiones en 66 periódicos de toda España
Enrique Stuyck, enjuto, repeinado hacia atrás, flexible como el trapecista de un circo, debe de ser el hombre que más gasta en periódicos de España. Cada mañana compra 40 diarios, entre nacionales y regionales, en busca de las cartas que escribe de manera compulsiva. Cuando encuentra una en la sección de cartas a la dirección, le hace un pantallazo y la guarda en un archivo con el celo de un coleccionista de mariposas. Desde hace año y medio, cuando se contagió de la fiebre de la escritura, ha publicado en medios de comunicación más de 3.000 reflexiones sobre toda clase de temas. No se conoce otro caso igual en el mundo.
Stuyck, de 77 años, invierte unas cinco horas al día entre escribir y rastrear después lo publicado. Al saber su edad muchos habrán caído en la tentación de considerarle un jubilado ocioso. No es así. Dedica tiempo a los hijos, los nietos, a la natación y el tenis, y a la empresa de venta de productos con licencia de grandes marcas que fundó junto a un socio años atrás y que ahora lideran sus descendientes. En la entrada de la compañía, una secretaria pregunta quién va a ser el entrevistado:
— ¿Busca a Enrique padre o a Enrique hijo?
— Padre.
Enrique Stuyck padre aguarda en su despacho. Está sentado en una silla ergonómica de oficina, de brazos cruzados. Lleva camisa, pantalones chinos, se diría que tiene un aire informal. Desprende aroma a after shave. Ya no está al mando de las operaciones de Stor, pero a los trabajadores les serena cruzárselo por los pasillos. Se trata de una prueba de vida. Si Stuyck puso el mismo empeño como director general que como escritor de opinión, debió de ser un buen líder.
El récord Guinness no ha tenido más remedio que incluirle en sus listados. En 2019 publicó 84 cartas en el diario As, un hito que hasta entonces nadie había conseguido o al menos no había cuantificado. Eso son muchas horas frente al ordenador. La editorial Incipit ha recopilado en un libro 500 de las 3.000 cartas publicadas en 66 periódicos diferentes de todo pelaje. De incluirlas todas, los lectores se verían obligados a transportar el libro en carretilla. “Es muy saludable quitarse fantasmas de encima mediante la palabra escrita —escribe Stuyck en la solapa— porque te ayuda a pensar, a reflexionar y a decir, por este cauce, algunas cosas de que de otra forma se quedarían en el subconsciente”.
En persona, Stuyck no suena tanto a Jorge Valdano. Ayer le publicaron 12 cartas, dice con orgullo. Anteayer, 15. Al principio solo despachaba con periódicos nacionales como EL PAÍS, Abc o El Mundo, pero un día pensó que una señora de Mazarrón, por poner un ejemplo, también tenía derecho a leer sus reflexiones. Así le gusta llamar a sus cartas, reflexiones. Y quizá ese sea su mejor registro. Escribe de política, de actualidad, de deportes, opina de reportajes publicados, de columnas de opinión, y sobre todo eso emite ideas serenas y ponderadas, aunque siempre con una conclusión filosófica. Aunque su pluma se enciende, y puede que esto entre dentro de la opinión personal, sobre todo a la hora de escribir sobre la seducción, el amor, la vejez o el sentido del humor. O sobre la muerte de un primo suyo que se llamaba Paco.
Detrás de esas cartas también hay algo de activismo. Stuyck se ha empeñado en que el récord del mundo de salto de longitud a caballo de uno de sus tíos, Fernando López del Hierro, sea reconocido. El empresario ha demostrado que su “querido tío” logró un salto de 8,30 metros en el club Polo de Barcelona con el caballo Amado mío en 1951. Al respecto escribió en el Hoy de Extremadura y La Nueva España con su tono sereno de punta envenenada: “Sería preciosa la colaboración de la Real Federación Hípica Española, no solo para honrar a sus familiares, sino también a todos los españoles amantes del deporte. Y también, por qué no decirlo, por el orgullo de presumir de un récord mundial en un país en el que no estamos sobrados de ellos”.
Él podría apuntarse unos cuantos. Casi medio siglo atrás, Stuyck vio un anuncio de empleo en el periódico Abc. Tenía 32 años y tenía toda la vida por delante. Disney buscaba un marketing mánager en España. Esa clase de oportunidad suena a ficción hoy en día. Se presentó a la entrevista y lo contrataron. En poco tiempo lo nombraron consejero delegado y más tarde presidente. Entonces Disney todavía era una compañía familiar en la que alguien de apellido Disney podía descolgarte el teléfono desde una oficina en California. Stuyck guarda como oro en paño unos retratos con Roy Disney, sobrino del gran Walt, continuador de su legado.
En un momento dado, su hijo Enrique aparece por el despacho. Es hora de preguntar algo importante.
—¿Lee las cartas de su padre?
—Ja, ja. Algunas, no todas. ¡Es que escribe mucho!
Se lee pocas, interviene Enrique padre. Dice que no le gusta dar la turra a la familia, que su público objetivo es otro. Por ejemplo, los fans del tenista Rafael Nadal. “Es un chaval único e irrepetible”, dice sobre él con verdadera admiración.
Esa devoción le ha llevado a entrenarse en la pista a diario con la supervisión de un entrenador personal. Durante un tiempo se obsesionó con el revés liftado (“ffff”, dice mientras mueve la muñeca) hasta que lo controló casi por completo. Recalca el casi. Sabe que ese golpe es un potro desbocado del que no conviene fiarse. Ahora se afana en manejar el revés cortado (“pá”, un golpecito suave). En 2021 quiere presentarse al campeonato mundial de tenis en la categoría de 75-80 años. Se celebrará en Croacia. “Voy con la idea de ganar”.
De repente pasa a saludarle su socio, Francisco Ortiz. Se conocieron en 1968. Montaron juntos una perfumería y desde entonces encadenan un negocio detrás de otro, y hasta hoy. Stuyck tiene un punto excéntrico y bohemio, Ortiz es más convencional. Por lo que sea se entienden de maravilla. A la gente, se dice, se les conoce por el tiempo que son capaces de conservar una amistad.
Ahora, en el invierno de su vida, Stuyck, además de escribir, quiere aprender y perfeccionar asuntos en los que antes no había reparado. Este verano aprendió a respirar mientras daba brazadas de crol. En ocho sesiones logró dominar la técnica. Los últimos meses los ha dedicado a tocar la guitarra. El profesor le enseña con la melodía de Hey Jude, de The Beatles. Stuyck, para explicar su progreso como guitarrista tardío, sostiene en el aire una guitarra invisible mientras tararea: “Heyyyyy Juddddd, Heyyyy Judddddd”.
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