Lo que me dieron los antidisturbios
Estos policías andan preocupados por su imagen pública, pero su trabajo no es el más indicado para recabar ‘likes’
Los antidisturbios me han pegado en al menos dos ocasiones. La primera fue cuando las manifestaciones de la guerra de Irak, en torno a 2003, en la plaza de Neptuno. La segunda cuando el 15-M, en 2011, por las calles del barrio de las Letras.
De la primera me llevé unos buenos moratones en la espalda y unos días dolorosos. En la segunda me dieron una hostia en la cabeza, me intentaron arrancar la mochila, me caí al suelo huyendo y estuve tres meses con un esguince, el pie vendado (vino una ambulancia) y muletas. El Ayuntamiento tuvo que ponerme un taxi a diario para desplazarme al festival de teatro en el que curraba, en Conde Duque. Por lo menos ahora voy a monetizar aquellas tortas.
Curiosamente no estaba haciendo yo nada malo: soy de carácter manso y melancólico. Estás en una manifestación y, de pronto, aparece un señor, un mandado, y te propina unos golpes. Ahora está de moda la serie Antidisturbios, que es buenísima, y de pronto, cada vez que veo a un agente por la calle me dan ganas de pedirle un selfi.
Sin embargo, los antidisturbios andan muy preocupados por su imagen pública. No están en el mejor trabajo para cuidar esos detalles. Cuando la parte más visible de tu curro es perseguir a manifestantes porra en ristre, vestido de Robocop, o desahuciar familias, es difícil ser Miss Simpatía. Hay que aceptarlo: eres la encarnación del monopolio estatal de la violencia, tu objetivo no es recabar likes. Para gustar, mejor meterse a bombero.
Lo suyo no es nada personal, solo negocios. Son teledirigidos: les ordenan que carguen y cargan, les mandan desahuciar a una familia y la desahucian. Los resultados son diversos, dependiendo de la ejecución y la templanza. En la serie de Movistar se refleja la tensión a la que se ven sometidos los agentes, y las hostias que encajan. Tampoco me gustaría estar en su lugar.
Pero suelen cometer excesos. Es difícil llevar a cabo una carga policial o un “lanzamiento” con guante de seda, la violencia no sirve en monodosis. De los desahucios hablamos en abstracto, pero no siempre visualizamos su violencia implícita y explícita, el ariete, las puertas derribadas, las cizallas, los activistas arrastrados, las personas que se quedan sin hogar. En Argumosa 11, mi calle, todavía se ve la puerta destruida de aquel desahucio de infausto recuerdo.
La utilización de la fuerza bruta debería estar superada, tiene que haber otras técnicas policiales. Por ejemplo, los ultrasonidos, las bombas fétidas, el poder de convicción propio de un comercial de éxito, el soborno. Yo estoy cortando una calle por la paz mundial, me dan 100 euros y me voy de mil amores. Para la violencia de los desahucios se me ocurre una solución buenísima: garantizar el acceso a una vivienda digna, como dice el artículo 47 de la Constitución Española. ¿No es genial?
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