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Lara Moreno y la ciudad en disputa

La escritora reflexiona en ‘Deshabitar’ acerca del problema de la vivienda mediante un recorrido por los 12 lugares de Madrid en los que ha vivido

La escritora Lara Moreno, en una de las calles del barrio de la Latina, en el que vivió.
La escritora Lara Moreno, en una de las calles del barrio de la Latina, en el que vivió.Inma Flores
Miguel Ezquiaga

Ya ha caído el sol, pero el asfalto guarda el calor acumulado de toda la jornada. Lara Moreno (Sevilla, 42 años) se sienta en la terraza del mismo bar que sirvió como prolongación de su minúsculo salón cuando vivía en la Plaza de la Paja. Aquel fue el último piso de los 12 que ha alquilado en la capital, adonde llegó allá por 2003 subida en un Volkswagen destartalado con matrícula del sur. La poeta y escritora revisita en Deshabitar (Destino) los lugares en los que deshizo las maletas y empezó de nuevo, estrujó sus ingresos de correctora por cuenta propia, se entregó al amor y crio a su hija. Un relato sosegado que espolvorea con citas de prensa y datos macroeconómicos.

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“Pagas una mensualidad porque la propiedad en la que vives no te pertenece, pero yo siempre me he sentido dueña de mis casas. Quizá porque uno se tiene que sentir dueño de algo, al menos de forma temporal”, cuenta la autora, mientras apura los cigarrillos de liar casi en cadena. El origen de su primer ensayo se encuentra en una tribuna que firmó para este diario, después de que el dueño de su piso rasgara el contrato de alquiler porque necesitaba alojar a un familiar. Moreno entró en pánico. En apenas cuatro años los precios de La Latina se habían puesto imposibles para una madre separada. Asumió, entonces, mudarse al otro lado del río, esa frontera natural que hasta ahora la gentrificación no se ha atrevido a cruzar.

Superada la ansiedad inicial, echó números y advirtió que, por primera vez, salía más barato comprar una vivienda que alquilarla. “Soy consciente de mi privilegio. Me lo plantee porque mi familia quiso ayudarme con la entrada del piso”, confiesa. Moreno se tragó sus palabras contra la cultura de la propiedad y el capitalismo del ladrillo y aceptó el ofrecimiento. Porque podía, dice. En la decisión pesaron la incertidumbre y la sensación de inseguridad. “Nadie me garantizaba que no fuera a pasarnos lo mismo en uno o dos años. El movimiento febril que hay en esta ciudad con respecto a la vivienda dificulta echar raíces en un sitio, impide la estabilidad”, sostiene la autora de un texto meticuloso y fotográfico.

En sus páginas describe los pasillos estrechos y lúgubres recorridos hasta encontrar la casa que compró en Marqués de Vadillo, donde el barrio de Carabanchel desciende hasta el agua dulce. Un cuarto sin ascensor, pero con calefacción e iluminado por la luz del sol. “Noto que ya no vivo en el centro de la capital por la limpieza deficiente de las calles y el descontrol de coches, apelotonados por todas partes. En mi barrio habita mucha gente que no suele importarle a nadie, por eso está más sucio y es más feo. Pero es un barrio, como otros, lleno de vida y muy humano en su dolor. La torre de Babel que un día fue el colegio de mi hija en La Latina, antes de que todo cambiara”, asegura.

“He vendido mi alma al diablo y ahora soy propietaria. Bueno, en realidad solo cambia quién me puede echar de casa: antes era el casero y ahora el banco”, ironiza la escritora. Las razones del problema de la vivienda en nuestro país son múltiples, y su origen, difícil de desentrañar. En Deshabitar, Moreno echa mano de economistas y sociólogos que lo vinculan a la reestructuración del sistema financiero. Los fondos de inversión internacionales adquirieron importantes parques inmobiliarios a bajo precio tras la crisis económica, generando un ciclo alcista que en la capital ha incrementado el precio del alquiler un 35% en el último lustro, según los datos de Idealista, el mismo portal por el que Moreno navegó una y mil veces.

La autora deslizaba su dedo índice por la pantalla del móvil descifrando eufemismos. Interior resolutivo. Bajo luminoso. Acogedor loft. “Me instalé la aplicación en el teléfono. Idealista era mi red social”, recuerda. El sistema se asemejaba al de una subasta. “Tienes que pensar muy rápido, confiar en tu intuición y después borrar la app para evitar comprobar que has cometido un tremendo error”, recomienda. Las visitas a pisos eran relámpago, siempre bajo la amenaza de que otros pretendientes tomaran la delantera y apalabraran un acuerdo con el comercial, incluida la entrega de una señal. “En cinco minutos calculas si te caben los muebles, inspeccionas las habitaciones y decides. Debe ser así, porque en las escaleras te cruzaste con otro visitante y cuando las bajes de nuevo habrá más”, evoca.

Estos meses, Moreno ha recordado las vergüenzas de aquellos apartamentos. Poco espacio, humedades, falta de ventilación y de luz natural. Se imaginó viviendo entre esas cuatro paredes mientras rigió el encierro masivo. ”Las casas de Madrid no están hechas para confinarse. Están hechas para descansar un rato después de trabajar. De pronto, el piso que nos esmeramos en decorar devino en una cárcel”, sostiene. La escritora desconfía de que la crisis sanitaria traiga una transformación del modelo global de ciudad, ese que auspicia la infravivienda, los precios desorbitados o las dos cosas a la vez. “Creo que la humanidad aprende a golpe de derrumbe. Es muy difícil construir sin derribar antes. Lo que sí se puede es legislar ciertos aspectos”, concede.

En el sur de la capital, donde reside, el virus se ha cebado con inquina. “Los vecinos están expuestos a más riesgos, porque en general tienen que coger cada día el transporte público para ir al trabajo. En Carabanchel se hace complicado mantener la distancia de seguridad. Las aceras son estrechas, y la densidad de población, elevada. Los pobres son siempre los peor parados”, defiende. En su primera novela, Por si se va la luz (Lumen), Moreno ideó una era asfixiante, dominada por la paranoia y con ciertos rasgos similares al presente pandémico. La historia arranca con la imagen de Martín y Nadia llenando sus maletas de lo imprescindible para abandonar la ciudad y marcharse a una aldea abandonada.

Los dos eligen objetos y recuerdos casi al azar. Una amenaza sin nombre ni forma concreta se cierne sobre la civilización y aquel pueblucho ofrece la posibilidad de escapar al apocalipsis. El relato tiene algo de premonitorio, reconoce la autora. También ahora, explica, hay quien mira al campo. “El coronavirus ha dejado al descubierto las contradicciones de la ciudad. Hemos vaciado los pueblos de España y estos meses amagamos con llenarlos de nuevo, porque Madrid se antoja aún más inhumana”, anota. Al igual que sus personajes, ella también hizo el equipaje y buscó refugio en una casa propia. Un techo que proteja de la lluvia, sin ocultar del todo las estrellas.

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Sobre la firma

Miguel Ezquiaga
Es redactor en la mesa web de EL PAÍS. Antes pasó por Cultura, la unidad de edición del diario impreso y ejerció como reportero en Local. Su labor informativa ha sido reconocida con el Premio Injuve de Periodismo, que otorga el Ministerio de Juventud. Cada martes envía el boletín sobre Madrid.

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