Un muerto en la calle
Solemos vivir la muerte en diferido, quizás por eso la tememos tan visceralmente
El otro día, un día normal y corriente, fui al mercado a mediodía. Se respiraba ese ligero bullicio de la Nueva Normalidad, de mascarillas y de guantes, de tarjetas contactless y distancias de seguridad. Compré variantes y encurtidos, unos tomates gordísimos y una docena de huevos camperos. A la salida había un hombre muerto tendido en la calle.
La muerte se presenta así, de improviso, y es muy raro. Dos policías ya habían llegado a velar el cuerpo a la espera de todos esos trámites que hay que hacer cuando alguien se muere. Estaba cubierto por una de esas mantas térmicas, de reflejos dorados, que le dan un extraño aire festivo a los accidentes. En mi recuerdo (pero el recuerdo siempre está modulado por fantasías cinematográficas) asomaba un pie del fallecido por debajo de la manta, recordándonos que allí debajo había un hombre, o lo que había sido un hombre.
Los transeúntes miraban, entre el susto y la curiosidad. Dos vecinos, presentes en el momento del deceso, hacían, con indisimulado orgullo, de jefes de prensa del finado. Sabiduría popular:
- Nada, un señor normal, que iba por la calle y le dio un ataque -decía uno-. Se quedó en el sitio.
- A todos nos tiene que llegar nuestra hora, antes o después – remachaba el otro.
La muerte nos limita y nos rodea, siempre está ahí, aunque queramos vivir como si tal cosa. A la muerte la vemos mucho en los informativos y en las películas, y nos quedamos tan panchos. En pandemia el goteo de muertes se volvió horroroso, sobre todo en sus primeros compases: luego se convirtió en una cifra, en una cantidad demasiado grande para que pudiésemos asimilarla. Pero es muy raro ver la muerte de verdad, ver a alguien muriendo, ver a alguien muerto. Durante el confinamiento, en los casos más tristes, muchas personas tuvieron que asistir de lejos a la muerte de sus seres queridos, diciéndose adiós por WhatsApp.
En otros tiempos la muerte ha estado más presente y todo el mundo veía muertos. Como el mundo era menos individualista, se entendía que no se acababa todo con uno, sino que uno formaba parte de un chorro cósmico de vida que iba desde nuestros tatarabuelos (y más) hasta nuestros tataranietos (si es que queda futuro). Uno era parte de algo más grande y, además, había supersticiones y religiones que aliviaban los procesos. Ahora cada muerte es el fin del universo entero, por eso pasamos olímpicamente de la muerte, por eso la tememos tan visceralmente.
Por eso es tan raro ver un cadáver en mitad de la calle, tirado en el suelo. Solemos vivir la muerte en diferido, filtrada por ficciones o medios de comunicación, y no cuando uno sale del mercado, un día cualquiera, con variantes y encurtidos, unos tomates gordísimos y una docena de huevos camperos.
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