Terrazas, las justas
Como sociedad ‘terrazacéntrica’ tenemos muy poca imaginación para habitar el espacio público
Cuando se fue levantando el encierro se comenzó a sentir por las calles otro tipo de ansiedad: la ansiedad por ir a una terraza, por pillar sitio en una terraza, por hacer cola en una terraza, por estar en una terraza. Las terrazas son percibidas como el epítome de la buena vida y forman parte del relato asociado al soleado buenrollismo madrileño: las cañitas, las terrazas, todo OK. Las terrazas están muy bien, claro, pero en la tesitura posconfinamiento se hizo evidente que somos muy poco imaginativos a la hora de habitar el espacio público: somos una sociedad terrazacéntrica.
Yo voy a las terrazas como voy a la playa o celebro la Navidad, porque va todo el mundo y no quiero perder el contacto con mis “semejantes”. A las terrazas se les pueden poner muchas objeciones: son caras, hay demasiadas y ocupan demasiado espacio. Ahora que están menguadas, lugares como la plaza de Santa Ana, la del Dos de Mayo o la de San Ildefonso, se ven mucho más amables, transitables, equilibradas, y no como meros amontonamientos irracionales de mesas y sillas que no se entiende por qué generan interés en la ciudadanía. Abrevaderos regulados que dan muy mala imagen a la cacareada Marca Madrid.
Mi principal objeción es ontológica: las terrazas limitan fuertemente las posibilidades de asombro y descubrimiento que hacen que la vida urbana tenga aliciente. Vamos cuatro personas y nos sentamos en los cuatro flancos de una mesa cuadrada, mirando cada uno el ombligo del otro, y todavía pensamos que estamos en la calle, pero se parece más a hacer un Zoom. Los terracistas radicales viven en pequeñas burbujas de cerveza y vermut mientras la vida pasa por el espacio exterior. Todo está planeado y limitado social y espaciotemporalmente. No me extraña que la gente se aburra de la gente.
Qué hermoso, en cambio, es ver a la gente en el banco del parque, en el murete de la plaza, dando un largo paseo. Ahí es donde pueden cambiar las trayectorias vitales, fuera de la jaula terracil. En los parques, en las plazas, recalan los viajeros, y los pobres, y los poetas, y los jóvenes que vienen a llevarse la vida por delante, y los más sabios ancianos jugando al ajedrez (al menos en las pelis).
Hace ya muchos años, cuando Esperanza Aguirre, se prohibió beber alcohol en la calle para evitar el botellón: fue matar moscas a cañonazos. Como la gente quiere mezclar el sol con el tinto de verano, la única opción es la terraza (o el riesgo a ser multado). La realidad es que hay bastante impunidad respecto al bebercio callejero, aunque la ley es muchas veces disuasoria y ahora la policía está muy atenta. Además, en Madrid, las plazas son durísimas, sin sombra, sin agua, sin asientos. No están diseñadas para vivirlas sino para colocar en ellas mercadillos, promociones… o terrazas.
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