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La reinserción de Emilio: la primera nómina como celador de un antiguo rey del hachís

Emilio Ramírez, 34 años, 1.825 días transcurridos en cinco cárceles por pertenecer al clan de Los Castaña, trabaja como celador en el hospital La Paz durante la pandemia

Emilio Ramírez Rodríguez, celador en el hospital la Paz, en un momento de su descanso, en marzo, en plena pandemia.
Emilio Ramírez Rodríguez, celador en el hospital la Paz, en un momento de su descanso, en marzo, en plena pandemia.DAVID EXPÓSITO

El preso número 2013012096 estaba al otro lado del grueso cristal de la cabina. Su padre le visitaba los fines de semana en la cárcel de Huelva. El hombre conducía durante dos horas para charlar 40 minutos con su hijo, condenado por narcotráfico. Sus antecedentes penales no cabían en una sola hoja. Y no es que fuera un preso modelo. Eran constantes sus traslados de un centro a otro, las quejas por la comida, las discusiones con los funcionarios...

El encierro al que se veía sometido era la consecuencia de una vida de transgresión y violencia, de la ira de un niño abandonado por sus padres biológicos y la de un adolescente rebelde y autodestructivo que no encontraba su lugar en el mundo. Pero ese día en la sala de visitas, entre el ruido de conversaciones cruzadas de otros presos y el calor que producía el hacinamiento de la sala, su padre adoptivo notó algo distinto en él. El cristal le mostraba el reflejo de otra persona. Su presentimiento se confirmó cuando el chaval vestido de uniforme descolgó el auricular:

—Ya no quiero seguir con esta mierda. No quiero volver a estar encerrado.

Emilio Ramírez, de 34 años, quiso cambiar. Entre rejas aprobó el graduado escolar, se sacó el acceso a la universidad y cursó Derecho. Salió a la calle el 13 de diciembre de 2018. Se dio cuenta de que no podía conducir. Su vista se había acostumbrado a no ver más allá de 20 metros, cuando chocaba con los muros de la prisión. Al igual que sus reflejos y su sentido de la orientación, su vida empezaba de cero alejado de la criminalidad y el dinero fácil.

Año y medio después, ese joven arrepentido arrastra en silla de ruedas a pacientes infectados de coronavirus en el hospital La Paz, uno de los más grandes de España. Es su primer trabajo formal. La primera nómina ingresada en su cuenta que Hacienda no tiene que rastrear. Llegó hasta aquí porque se sacó un curso de celador y envió su currículum por todo el país. Coincidió con la pandemia. El virus se propagó entre los sanitarios. Los responsables de recursos humanos encontraron en las bolsas de trabajo gente con el perfil de Emilio Ramírez, dispuesta a pasar ocho horas en uno de los principales focos de infección.

“Sentí que tenía que hacerlo. Le dije a mi padre que soy joven y que si me enfermaba me iba a recuperar. Quería sentirme útil”, explica Ramírez, sentado en el sofá de uno de los hoteles del centro de Madrid donde se alojan sin costo los empleados de sanidad que han reforzado los hospitales.

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Para llegar a este punto de redención, a esta segunda oportunidad, protagonizó un largo viaje. Según fuentes policiales, fue miembro de Los Castaña, un conocido clan del Campo de Gibraltar que tenía policías a sueldo para transportar droga de Marruecos a España. Ramírez, un joven impulsivo, echao pa’lante, cuenta que se unió a ellos con 17 años. Comenzó vigilando la embarcación aduanera desde las azoteas que dan a la playa. Corría a coger fardos que las lanchas de goma abandonaban en la orilla. Más tarde, manejaba el teléfono satelital con el que se organizan las expediciones, de acuerdo a su relato.

Fue una espiral. Vivía bien, pero acojonado
Emilio Ramírez

Al fin cruzó el Estrecho. Recorrió Tánger, Kenitra, Nador, Marrakech. “Allí conoces a la gente que de verdad maneja el negocio. Es cuando vas en serio en esto”. A la vez engordó su expediente policial con todo tipo de delitos: contrabando, estafa, extorsión, lesiones, robo, violencia de género. “Fue una espiral. Vivía bien, pero acojonado”, recuerda.

Una mañana lo detuvieron al salir de casa. Cuatro coches lo arrinconaron contra la persiana de un local cerrado en Cádiz.

—¿Es capaz de reconocer a un expresidiario solo con verlo?

—Sí, todos tenemos un escudo encima.

Emilio Ramírez, retratado en el hostal de Madrid dedicado a albergar trabajadores sanitarios durante la pandemia, en el centro de Madrid.
Emilio Ramírez, retratado en el hostal de Madrid dedicado a albergar trabajadores sanitarios durante la pandemia, en el centro de Madrid.

Pasó 1.825 días en una celda de cuatro metros de ancho por dos de largo. “Esto del confinamiento es una broma”. Solo recibió cartas de cinco amigos. “Las únicas personas a las que quiero”. El respeto entre rejas se lo ganó en los patios. “Cuando llegas tienes que estar callado e ir derecho”. Chulesco, zascandil, sibilino. “Siempre jugaba al dominó con mayores de 45 años”.

Su día empezaba a las 8.30. Desayuno, patio, actividades. Un día tras otro. “Trataba de mirar al cielo para alargar la vista”. ¿Sirvió? Entró sin el graduado escolar y salió con la prueba de mayores de 25 años para ir a la universidad. En todo ese tiempo recibió el apoyo de una novia que siempre estuvo a su lado. “He sacado provecho”. De hecho, le quedan cuatro asignaturas para terminar Derecho. “Me encanta la asignatura de Derecho Constitucional porque es la que no se cumple en España”.

No se acostumbró a la cárcel. “Me adapté, que no es lo mismo”. Recita las prisiones en las que ha estado con el tono en el que uno aprende las preposiciones. “Morón. Sevilla I. Puerto III. Soto del Real. Botafuego”. Dice, sonriente, que si se tiene dinero fuera, se consiguen pequeños privilegios. “Yo veía los partidos de Champions del Atleti en mi tele”.

Cambio en la relación con sus padres adoptivos

Al salir de la cárcel fueron a recibirle sus padres adoptivos. Al mes siguiente, con una pensión de 430 euros, comenzó a prepararse los cursos de celador. Echó el currículum por Extremadura, Andalucía, Castilla-La Mancha y Madrid. ¿Experiencia? Ninguna. “El hospital de La Paz ha sido mi primer trabajo legal. Aprendo ligero”.

—¿Le gusta?

—Me siento realizado.

Damián Ramírez, de 72 años, adoptó a Emilio en un orfanato cuando tenía cinco años. Damián tenía un matrimonio feliz, una tienda de electrodomésticos exitosa (“los televisores se vendían por camiones”), pero le faltaba el amor de un hijo. El niño fue recibido en casa con mucha ilusión. “Creo que llegó en una edad difícil. La relación fue trabajosa desde el principio”, cuenta Damián por teléfono. Es un hombre inquieto que hace unos años inventó una fregona con una prensa automática incorporada con la que ganó un premio europeo en Bruselas.

La relación entre padre e hijo vivió momentos de mucha tensión durante la adolescencia de Emilio. Una noche mantuvieron una trifulca. El padre lo denunció por agresión, y un juez le impuso una orden de alejamiento de su propia casa. A los dos días de estar vagando en la calle llamó por teléfono a su padre. “Anda, vente”, le dijo Damián. Entre la justicia y su hijo, eligió a su hijo.

“Parece que ha cambiado. Lloraba al año de estar encerrado. Decía que estaba arrepentido. Yo le dije que aprovechara el tiempo y creo que lo hizo”, narra sobre sus visitas a la cárcel. Cree que a su hijo “se le removió algo por dentro” cuando se dio cuenta de la tragedia del coronavirus. Y arriesgó su vida por ayudar a los además. “Y a sí mismo”.

En una semana se le cumple el contrato temporal de celador. Emilio ha vuelto a enviar su currículum a todos los hospitales que ha encontrado por Internet. La experiencia, dice, le ha marcado. Y le ha dado uno de los regalos más grandes que ha recibido en su vida: “Mi padre me llamó por teléfono y me dijo que estaba orgulloso de mí. Nunca me había dicho algo parecido”.

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