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SOCIEDAD

Toda una vida en un kiosko, al que entró un día Anglés con mucha prisa

Las hermanas Palomar cierran la tienda que han regido durante 60 años en un barrio de Valencia

Isi Palomar en su kiosco de la calle del doctor Zamenhof, el primero que obtuvo licencia para la venta de petardos.
Isi Palomar en su kiosco de la calle del doctor Zamenhof, el primero que obtuvo licencia para la venta de petardos.Mònica Torres

El Kiosco Palomar, un negocio con sesenta años de historia, cerrará en los próximos días. Las hermanas Palomar dejan atrás el comercio que tienen en una calle, Doctor Zamenhoff, que no se parece nada a la que encontraron hace seis décadas, cuando llegaron de un pueblo de La Mancha. Donde ahora hay un sex shop de abolengo, un bar que nunca pasa de moda y otros negocios más, antes había una lechería, una droguería, un ultramarinos, un zapatero y cuatro o cinco fábricas donde se curtía la piel que salía del Matadero, que estaba a tiro de piedra. El último vestigio de aquella época son las cinco o seis moneditas de un real que están sujetas por una cinta atada a la puerta. “Siempre nos han dicho que dan suerte, como la ramita de muérdago que tenemos encima”.

La explicación la da Isidra Palomar, a quien todo el barrio de La Petxina, en Extramurs, conoce como Isi. Casi nadie habla, de hecho, del Kiosco Palomar sino del kiosco de Isi, una mujer de 70 años que piensa que ya está bien, que se ha ganado el derecho a descansar tras más de cinco décadas vendiendo periódicos, revistas, artículos de broma, caramelos y hasta aspirinas junto a su hermana Rosa. Ya hace sesenta años que dejaron Barajas de Melo, el pueblo de Cuenca donde nacieron y donde su padre se sacaba un jornal como guarda de una finca. Hasta que un día de cacería le volaron un ojo. Cuando las niñas tenían diez y once años, a principios de los 60, se mudaron todos a Valencia.

Los Soriano, la rama materna, eran kiosqueros. Los hermanos de la madre tenían uno en la plaza del Doctor Collado, otro en Pérez Galdós y un tercero en Calixto III. El cuarto, el de Doctor Zamenhoff, se lo acabaron vendiendo a la hermana recién llegada. Los padres, Ángel y Cecilia, muy limitados físicamente, no tardaron en ceder el mando a sus dos hijas, unas adolescente que ayudaban en el kiosco por las mañanas y estudiaban por las tardes en el Liceo Turia. Los dos murieron pronto. El padre hace 35 años y la madre, 33. Ambos, pura casualidad, un 7 de septiembre.

Cada mañana, a las seis, salían de casa. Rosa, al contrario que su hermana, formó una familia y en los últimos años sólo iba ocasionalmente a ayudar a su hermana. Atrás quedaban los días frenéticos de Fallas, cuando no paraban de vender petardos hasta las dos de la madrugada. “No nos daba tiempo ni a comer y nos traían la cena del bar Ricardo para que comiéramos algo. Bajábamos la persiana porque necesitábamos dormir. Pero el kiosco estaba lleno todo el santo día y los petardos daban mucho dinero”.

El establecimiento, donde suena de fondo la voz de un locutor de radio, es diminuto. A un lado hay unas estanterías con revistas. Al otro, el mostrador. El local, donde también hay una pequeña televisión, está iluminado por dos tubos fluorescentes. Entre los dos cuelga un enorme ventilador que ha aliviado muchos veranos. Al fondo, tras una puerta llena de estampitas de la Virgen y diferentes santos, se esconde el almacén, con tres muros de seguridad, donde guardaban la pirotecnia. Palomar fue el primer kiosco de Valencia que se sacó la licencia para vender estos explosivos.

Dejaron los petardos en 2004. Ese año salió elegida Fallera Mayor de Nou Campanar la hija de Rosa y era imposible vivir la fiesta y atender tanta demanda. Tampoco era imprescindible: el negocio siempre funcionó. “Los distribuidores de prensa siempre decían que yo era una de las que más vendía en toda Valencia, que sólo me superaba Ventura, aquel hombre que era el primero en recibir los periódicos en el Parterre”, rememora Isi.

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Con el tiempo formaron una familia con los vecinos. Un cajón del mostrador está lleno de manojos de llaves que les han ido dejando. También se han convertido en el punto de recogida de los paquetes de Amazon. Y durante un tiempo colgaron una pizarra de la pared para que la gente escribiera ahí los recados que dejaban a sus familiares. “Muchos, al enterarse del cierre, nos están pidiendo algún recuerdo del kiosco”.

Isi Palomar muestra el manojo de llaves que le han ido dejando los vecinos.
Isi Palomar muestra el manojo de llaves que le han ido dejando los vecinos.Mònica Torres

Tanta gente pasaba por la tienda, que la policía secreta las tomó como confidentes. Ellas veían muchas caras cada día y de vez en cuando se dejaban caer por ahí un par de agentes para mostrarles las fotografías de algunos delincuentes. Ante la pregunta de si reconocieron a alguno, se miran entre ellas, se quedan un segundo en silencio y luego estallan en una carcajada. “Alguno reconocimos, alguno…”.

Una mañana de1993, Rosa bajó para abrir el kiosco. Al llegar a la puerta vio a un chico que salía muy nervioso de un Renault 5. Se acercó y le pidió un periódico con muchas prisas. Rosa le dijo que cogiera el que quisiera. El joven agarró uno, lo pagó y se marchó. La kiosquera se quedó pensativa porque le sonaba mucho esa cara. Al cabo de un rato, regresó y, más nervioso aún, dijo que en ese periódico no salía nada interesante y que quería cambiarlo por otro. En ese momento entró su hermana. Le dieron otro diario y el hombre se marchó. Nada más salir, Isi le dijo a Rosa: “¿Sabes quién es? Es el Anglés”. Rosa cayó al instante: “¡Anda, es verdad!”. Antonio Anglés, el presunto asesino de las niñas de Alcàsser, subió al coche y salió disparado. Huía de la Policía y la Guardia Civil, tras descubrirse los cadáveres de las tres adolescentes en enero de 1993. “Pero aún nos dio tiempo a tomarle la matrícula. Es curioso porque a Anglés le tintó el pelo la misma peluquera a la que yo iba en la Gran Vía. Después de aquello fui a la Policía y les dije que les daba la matrícula, y el periódico con las huellas dactilares, si me aseguraban que no iba a salir en ningún medio. Entonces fue cuando él se fue a Chiva, donde había un señor en un campo de naranjos, le quitó la furgoneta y dejó el R5. Era un tiarrón, y llevaba unas botas camperas”.

La nostalgia invade el kiosco de Isi en este tramo final. La gente pasa por la puerta y les lanza un saludo. Son su familia, pero ha llegado el momento de dejarlo. “No te puedes imaginar el dolor que me causa…”, se lamenta unos días antes de bajar la persiana para siempre.

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