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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El mar Menor avisa a L’Albufera

El desastre medioambiental murciano es un recordatorio sobre la vulnerabilidad del lago valenciano

Atardecer en La Albufera, Valencia.
Atardecer en La Albufera, Valencia.shutterstock
Miquel Alberola

La agonía del mar Menor es una advertencia a L’Albufera de Valencia. No tanto por las causas, que son en parte diferentes, como por los efectos. Ese desastre medioambiental es un recordatorio sobre la vulnerabilidad del lago valenciano y el parque natural que lo circunda, más allá de la seguridad que sobre el papel le confiere la sucesión de planes que lo protegen. La presión que sufre el entorno puede parecer imperceptible, pero es intensa y persistente. Puede que lo haya sido en mayor o menor grado desde la formación del cordón litoral en la época romana, pero se agravó, sobre todo, a partir del siglo XIX con las obsesivas desecaciones agrícolas que representó Blasco Ibáñez en Cañas y barro.

Desde entonces, L’Albufera ha podido sobrevivir de forma milagrosa a todo tipo de ocurrencias y amenazas, como ser cruzada por un canal para transportar mercancías con gabarras hasta Cullera, donde se ubicaría el nuevo puerto de Valencia, o ser desaguada para la construcción del aeropuerto de la ciudad. Fracasaron esas ingeniosidades, pero llegaron los nitratos y pesticidas de la huerta, y los vertidos contaminantes sin control de la industria, que, junto a las toneladas de plomo de los disparos de los cazadores, han ido conformando un fondo de lodo deletéreo sobre el que apenas chapotea la llisa (mújol), cada vez menos numerosa, más anaeróbica, oxidada e incomestible (las anguilas hace mucho que se despidieron, mientras que el fartet y el samaruc solo perviven en zonas patrocinadas). Ya nadie vive de la pesca. Nadie recuerda a la gamba o a la lubina. Solo la dañina tenca (carpa).

A pesar de las sensaciones líricas de la puesta del Sol, vertiendo todo su licor sobre la superficie, la escasa lámina de agua por la que surcan las barcas es inhóspita. En su impenetrable turbidez fluyen restos de cocaína, morfina, éxtasis, codeína, anfetamina y cannabis, entre otras sustancias que van cediendo espacio al coronavirus en toda la expresividad que le da el alfabeto griego. L’Albufera ya solo es una postal en trance de leyenda, una sobreimpresión en el paisaje de un organismo moribundo que trata de subsistir a duras penas. Según los cálculos de los expertos ya debería haber muerto a principios de este siglo por colmatación de los sedimentos arrastrados por el agua de las acequias que la nutren desde su formación. Sin embargo, la alteración de las escorrentías por las infraestructuras levantadas a su alrededor y, sobre todo, la urbanización desarrollada en suelos agrícolas por la pujante industria del sur de la ciudad cegó los aportes de agua y sedimentos, retrasando su desenlace y sumiendo el humedal en un coma más o menos estable.

Ahora L’Albufera y su entorno afrontan de esta forma desvalida quizá su desafío definitivo con la amenaza que se ha ido abultando por el norte con del puerto de Valencia y su desbordado crecimiento con el aumento exponencial de las importaciones asiáticas. La última de sus ampliaciones, lo están clamando los especialistas más comprometidos con el medio ambiente, aumenta el riesgo de salinización del lago por el incremento de la erosión que causará en su cordón dunar la alteración de la dinámica litoral. Entre el desastre del mar Menor y el que se proyecta sobre L’Albufera hay un denominador común: la ambición económica de una minoría. Si el resultado es el mismo, poco importa que se haga en nombre de la legalidad o de forma ilegal: será irreversible. Entonces, los chirridos de garzas, fochas, patos y charranes serán reemplazados por la nauseabunda coreografía de acusaciones al adversario y su griterío. Entonces, los ejemplares gerifaltes que han llevado el lago al exterminio se pondrán de perfil.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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