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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Toni Cantó, el musical

Más allá de un chiringuito para colocar al figurante, la Oficina del Español en la Comunidad de Madrid nace para convertir el idioma en una porra que unos cogen por el mango y otros absorben el impacto

Miquel Alberola
Toni Canto
El exdiputado de Ciudadanos Toni Cantó pronunciaba un discurso junto a la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, el pasado 15 de abril durante un acto de campaña del PP en San Sebastián de los Reyes, Madrid.Mariscal (EFE)

Hacer de Madrid la “capital del español en Europa” quizá vendría a ser lo que el novelista Ferran Torrent solía caricaturizar con inequívoco ánimo pleonástico como “echarle sal a la anchoa” (con le inmovilizado incluido). Sería solo una ventosa ocurrencia superflua de la Comunidad de Madrid si no fuera porque, por debajo de su superficie, la corriente arrastra un alcance mayor. Basta con leer el tuit de Toni Cantó, en el que agradecía a Isabel Díaz Ayuso la confianza de situarlo al frente de la flamante Oficina del Español de la Comunidad de Madrid, para saber cuál es el propósito de este organismo creado a medida de coreografía y nómina para este figurante valenciano que, en tiempo récord, ha transitado por tres partidos. El agraciado invoca las oportunidades de crear riqueza y empleo con las posibilidades que ofrece la segunda lengua más hablada del mundo para, inmediatamente, enseñar la patita indicando que “la izquierda y el nacionalismo que la arrinconan no han querido aprovecharlas”. Pero “Madrid lo hará”, advierte.

La oficina de Cantó, más allá de si es un chiringuito como los que tanto denostó en otras dramatizaciones, no solo nace para colocar al fugitivo (se lo merecía). También se crea invadiendo una competencia que se supone ya desarrolla el Estado a través del Instituto Cervantes para abrir un nuevo frente con el Gobierno central. Y lo que es más peligroso: para convertir el idioma en una porra que unos cogen por el mango y otros absorben el impacto. Desde un nacionalismo centrípeto de derechas (acicalado de cosmopolita y con la etiqueta de buenos españoles), contra las izquierdas y los nacionalismos periféricos y centrífugos (malos españoles). Y ahí (discrepo de quienes no le ven cualidades para el cargo), Cantó representará el papel que más se ajusta al personaje urticante que se ha fabricado. El del fogoso redentor flamígero embriagado de sí mismo. Laurence Olivier no le llegará a la suela del Sebago. Ya lo tenía muy ensayado en su antología de mutaciones por las organizaciones que ha deambulado como azote de cualquier nacionalismo que no fuera el español, pero sobre todo del catalán y del valenciano, donde se desgañitó como una Paquita la Rebentaplenaris pija de Torrelodones.

La derecha, como ha demostrado (y persevera) en la Comunidad Valenciana, tiene una acreditada reputación en abrir guerras lingüísticas. En librarlas de forma sulfurada sin reparar en gastos ni consecuencias. No porque defienda postulados propios de la disquisición filológica, sino como arma política para erosionar y destruir al adversario. Cantó, por edad, llegó tarde a los momentos más épicos de la Transición, cuando con la excusa de un acento la jefa de la Unidad de Señalamiento Inmediato ponía tu cabeza a tiro de ladrillo. Pero nadie diría que su talento reaccionario no se coció en esa caldera de vísceras que avivó la guerra civil en el ámbito del idioma. Ni que deplora no haber podido vivirlo para ofrendar la máxima expresividad de su escorzo en la refriega. Ahora Díaz Ayuso, con él como principal histrión de reparto, le da la oportunidad de revivir el pasado desde el presente, apropiándose de la lengua de todos los españoles desde un partido para convertirla en munición de unos españoles (autodenominados buenos) contra otros españoles (rotulados como malos).

Una película de buenos y malos que aquí ya habíamos visto y cuyas consecuencias aún sufrimos. Ahora la función se estrena en la Gran Vía de Madrid. Toni Cantó, el musical busca el estruendo de El Rey León para replicar la mayoría absoluta de Díaz Ayuso en el auditorio de España. El espectáculo, como siempre, empieza con el nombre, llamando español al castellano en España con retumbo patriótico excluyente para negar la diversidad lingüística española. Quizá se trate de eso, aunque esa monopolización también implica que el resto de idiomas que se hablan en España no son españoles, y eso acabe siendo una vía que se entrega asfaltada a quienes tratan de desagregarse del Estado. Ni siquiera la manoseada Constitución designa en su título preliminar al castellano como español porque la Ley Fundamental asumía la pluralidad (la realidad) del país que emergía de la fosa del franquismo en la que ahora hurga la derecha para recargar sus baterías. A nadie en el Reino Unido se le ocurriría llamar británico al inglés ni mucho menos hacerlo con ánimo de asfixiar al galés, aunque en la Pérfida Albión, claro, resulta poco flemático añadir sal a la anchoa. También el West End es demasiado selectivo para entremeses como los de Cantó.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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