Una noche de perros
El rigor y vigor de un campanario adquieren todo su sentido cuando golpean la quietud y la somnolencia del vecindario


Quizá porque nací monaguillo como tantos niños de pueblo, me encanta el tañido de las campanas, de día y también de noche, aunque solo sea para saber la hora y los cuartos, más que nada porque desde hace un tiempo no llevo puesto ningún reloj y apenas miro el móvil en mi refugio de Perafita. A veces, sobre todo los domingos por la tarde, cuando el silencio es sobrecogedor, incluso aguardo con expectación a que suene el reloj de campanario y den las 22.00 para recogerme y hacer inventario de la semana que ya pasó y de la que viene en función del partido del Barça.
El rigor y vigor de un campanario adquieren todo su sentido cuando golpean la quietud y la somnolencia del vecindario en un contraste que me remite a la lectura de Josep Pla: “La vida en el poble té un ritme únic que va del desig al tedi i del tedi al desig. Si hom té prou força per acollir aquest ritme, l’oscil·lació produeix a la fi un mal de cap imprecís i llunyà, un mal de cap dolç com la mel”, escribe en El quadern gris y se recuerda en “Coses vistes” 1920-1025. Edició de Maria-Arboç Terrades. Destino. Un libro que me ha llevado a admirar todavía más a Pla.
Me sentía un niño poderoso cuando me colgaba de la cuerda de la campana sin que los pies tocaran el suelo para llamar a la misa de las 7.30 horas. Quería despertar a la gente para disfrutar del día, como si todos estuvieran de fiesta, hasta que aprendí que el monaguillo no es el campanero, que cada cura tiene su melodía y que el mismo toque no suena igual en cualquier campanario porque el anuncio de un bautizo no es el mismo que el de un funeral, momentos en que se impone el amor al oficio, la sensibilidad y la fuerza, el dolor o la alegría, el corazón de un pueblo del Lluçanès.
Todavía me estremezco cuando tocan a muertos porque me pregunto quién será el finado, me pongo a pensar y a impacientar y no paro hasta que tomo el teléfono y busco consuelo en el alcalde o en el campanero, aunque desde 2023 la mayoría de las funciones ya se han programado y automatizado, cansada como estaba la gente de que el reloj se retrasara o avanzara cada cuarto de hora y de que se tuvieran que subir hasta 76 escalones para llegar al campanario al que tantas veces ascendí de joven incluso para advertir que se quemaba el cobertizo de Cal Xecu.
No he escuchado queja alguna por el ruido de las campanas ni por el canto de un gallo en Perafita. Me consta por denuncias como las de Sant Llorenç de Morunys que la convivencia del turismo rural con los vecinos del pueblo suele ser más compleja que la habida años antes, con la de unos veraneantes que en muchos casos se integraban tanto que construían una segunda vivienda y nunca estaban de paso como los urbanitas de ahora. Aunque cuesta guardar cola detrás de un tractor, tolerar la mierda y soportar las picaduras, no se cuentan por ahora grandes riñas en el Lluçanès.
La sensación en cualquier caso es que sí hay un cierto desvelo, más que estado de alerta, por las novedades que se acumulan, como la aparición de una especie muy agresiva como la avispa asiática o del “senecio inaequidens”, planta especialmente tóxica, de la misma manera que empieza a frecuentar el tejón, el zorro y por supuesto el jabalí, animales que provocan el ladrido continuo de los perros que guardan las muchas casas que se sienten vulnerables después de algunos robos y actos incívicos que se han sucedido en algunas localidades de la comarca 43 de Cataluña.
Los protagonistas son los perros y no los gallos ni las campanas porque son muchos y están pendientes de las bestias de paso, de los paseantes y de los ladrones, que van y vienen sin que se sepa quienes son por más denuncias que lleguen a los Mossos de Vic. Además de los que van de la correa de su dueño, los hay que aúllan, también se cuentan los que alborotan y la mayoría hablan, diálogo que no ayuda a conciliar el sueño, sobre todo de los visitantes que descansan con sus perros mascota, dispuestos a intervenir en la charla canina y a dar fe de su estancia en Perafita.
El concierto canino puede ser permanente o discontinuo, sin que se sepa muy bien el motivo, porque el que no duerme no sabe muy bien a que se deben los ladridos, nada que ver con las carreras que se pegan los practicantes de footing cuando rondan alguna masía y se cruzan con perros guardianes que tienen malas pulgas y no son tan contemplativos como las vacas, que solo se revuelven cuando tocan a sus terneros, o los caballos, preciosos cuando comen y cuando galopan, muy bonitos de ver especialmente en el Endurance Vilaltella o camino de Sant Bartomeu del Grau o Lluçà.
Habrá que aprender a convivir con los perros al tiempo que disfrutamos de campanarios como el de Sant Boi, uno de los pueblos que desde siempre más turistas convoca cada verano, especialmente durante la Fiesta Mayor. Uno de los actos más emblemáticos es la carrera cronometrada al campanario, una subida por categorías que agrupa a decenas de participantes desde 2012 y cuyo récord está en 31 segundos. Las campanas y los campanarios pautan la vida de muchos pueblos de tal manera que el toque Manuel fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Lástima que ya no pueda volver a ser monaguillo ni ayudante de campanero ni tampoco tenga caderas tan firmes como para remontar un campanario que me es tan familiar como el de Perafita.
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