Kendrick Lamar en el Primavera Sound: el gigantesco hombre bajito del hip-hop
El rapero impartió en el festival una sensacional lección de música contemporánea en un concierto tan frondoso y rico como la Amazonia
No estamos acostumbrados. En España los conciertos multitudinarios, no con mucho público, sino multitudinarios, de hip-hop no son habituales. Estamos más familiarizados con el comportamiento de las masas cuando suena rock, punk, pop o funk y sabemos de memoria cómo actuar, forma parte de nuestra educación musical. Pero cuando nos visita un rapero de primera fila, en el momento dulce de su carrera, cuando se sitúa como referencia ineludible y paradigmática de la palabra rimada, hay un mundo nuevo que se abre ante los ojos. Es el hip-hop de masas, que no por visto en grabaciones, vídeos y documentales pierde cuando cada espectador forma parte de ese ser que al unísono grita y bota mientras las palabras se le escurren de la boca a la velocidad de un aspersor. Cuando entraron los bajos y la batería, lenta, pesada, como acentuando el ritmo para que el más arrítmico lo captase, de Purple Hearts, la plataforma marítima fue un cuerpo, uno solo. Y botó. ¿El mejor concierto del festival? Sobre gustos no hay disputas, pero a falta de una jornada, el del rapero de Compton (condado de Los Ángeles) se antoja como, al menos, uno de los dos mejores.
Nada hay en Kendrick Lamar que evoque los hilos argumentales tradicionales del hip-hop. De entrada es un señor bajito, poca cosa. Por añadidura elude la testosterona, no hay énfasis sexual, no hay demostraciones físicas, no hay alocuciones encendidas, faltan, por innecesarios, los gestos que indican su maestría. Ni pulgares ni cuernos en sus manos, dedos omitidos. Sin carreras, sin saltos, sin demostración de ego. Y no sólo recita, que lo hace rápido, efectivo, con la naturalidad con la que el agua sale de la nube en un día de tormenta, sin aparente esfuerzo: pasa porque es natural, porque no hay más remedio, porque la nube tiene que soltar lo que ha almacenado. Lamar también canta ocasionalmente, ¿o recita melódico? En una cornucopia cuyo sustrato es el caudal de la música negra: del soul al jazz, del rock al funk. Un tipo único que ha ido mejorando, pues el concierto de la noche del viernes superó al que en el mismo espacio y festival hizo hace 9 años.
Y que nadie piense que lo antedicho elude el carisma, bien al contrario, lo magnifica. Es un carisma tranquilo, el de alguien que sabe que la fuerza es su palabra, la fuerza de un pueblo, el suyo, el negro, que ha vivido, y en gran medida vive, bajo una bota. Por eso Kendrick no hace aspavientos en escena, no usa las manos para apoyar las palabras, apenas la izquierda para acompañarse, elude, elegante, la gestualidad del rapero para convertirla en una muestra de lenguaje superado. Sólo caminaba, sin correr, y de tanto en tanto hacía girar sus antebrazos en paralelo como si estuviese impartiendo clases de motricidad en una guardería. Todo muy natural, nada forzado, nada histriónico, nada físico…. y sin embargo luciendo un carisma que llenó el escenario, en el que un cuerpo de baile ataviado como si fuesen trabajadores de una cadena de supermercados, había algo de evocación del trabajo en ellos, evolucionaba casi al margen de la mirada del público. Porque con esto de las pantallas verticales que imposibilitan planos de conjunto y composiciones corales, las cámaras sólo le enfocaban a él, ataviado con un conjunto holgado que bajo las luces pareció azul cielo. La vista, incluso de cerca, apenas daba para ver todo el escenario y las evoluciones de quienes en él estaban.
En esa macedonia de músicas, donde cupo la sutileza con recuperaciones de piezas como Bitch, Don’t Kil My Vibe, que sonó en la parte final del show junto a su compañera de disco Money Tree, temas llenos de requiebros, cambios y vías de tránsito que sugieren un talento descomunal, o sacudidas de furia y queja, recuerdos a la aún reciente esclavitud de quienes fueron arrancados por la fuerza de su tierra para servir como animales a aquellos que aún hoy les perdonan la vida como King Kunta, se impuso siempre él, ese hombre enorme en un cuerpo diminuto. Sonaron unas cuantas piezas de su sensacional y confesional último disco Mr Morale & The Big Steppers, piezas con alma, Die Hard, con furia elástica, Count Me Out, o tocadas por la sutileza tal y como plasmó Lamar en Rich Spirit. También hubo piezas de sus otros discos, pero no se trata de abrumar con nombres, basta con plasmar la superlativa calidad, versatilidad, intención, contenido, fluidez y clase de un artista único con una voz que se desliza, nunca acentúa, alguien que marca época, representando, de momento, algo parecido en nuestros días a lo que Dylan representó en los suyos. Y para los detractores de lo digital, además de bases grabadas Lamar llevó músicos, ocultos, como la orquesta en la ópera, que sólo se percibieron por el sonido acústico de la batería, y algunos arreglos, como por ejemplo de guitarra, que diferenciaban el sonido directo de la toma grabada. Pero la imagen era sólo él, el enorme hombre bajito. La noche siguió con Fred Again, Christine And The Queens, qué ampulosa y pretenciosa pareció tras Lamar, o Skrillex, pero ya nada fue igual. Tras mirar al sol los ojos no ven durante largo rato.
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