Nando Cruz, periodista musical: “Hace 25 años el festival era una manera de consumir música, ahora parece la única”
El autor publica el libro ‘Macrofestivales. El agujero negro de la música’
Con el libro Macrofestivales. El agujero negro de la música, el periodista musical Nando Cruz (Barcelona, 1968) articula los argumentos que bajo su punto de vista sitúan a estos acontecimientos, en constante expansión mediante todo tipo de formatos, como responsables de la desertización del panorama musical, la concentración monopolística, el monocultivo estilístico y un trato a su clientela que él considera que sólo puede ir a peor si las administraciones, fuentes de sus subvenciones, no toman cartas en el asunto. No siendo la situación igual en todos los festivales españoles, para el autor estos acontecimientos reflejan un sistema económico depredador que paradójicamente limita la capacidad de elección de los consumidores.
Pregunta. ¿Hay un punto de inflexión que marque el tránsito entre los viejos festivales hippies y los actuales?
Respuesta. Los festivales como Woodstock representaban una escapada del mundo urbano, se hacían en entornos rurales que huían del consumismo, del estrés, de las normas sociales y de la angustia de las ciudades. La aparición en España del modelo de festival urbano, creado en Barcelona y aquí capitalizado, introduce cambios. Mientras el Doctor Music planteaba la escapada a la naturaleza, los festivales urbanos apostaron por otro modelo. Lo que me llama la atención es que el movimiento independiente nacido en los 80 proponiendo que sus proyectos musicales no están vacíos y sólo destinados al consumo rápido, es justamente el cimiento sobre el que se construye el modelo de macrofestival dominante hoy. Es toda una paradoja.
P. ¿Qué hay solucionable en los macrofestivales y qué resulta inevitable?
R. Los festivales son contraproducentes no porque todos estén regidos por personas que piensan de una manera perversa, sino porque el modelo no puede ser sostenible, por ejemplo. Puedes honestamente intentar minimizar el impacto ecológico, pero si se basan en el masivo desplazamiento de público siempre se genera huella de carbono. Otro tema irresoluble es que cuando montas 10 escenarios, la ansiedad aparece porque has de tomar decisiones constantemente sabiendo que no llegarás a todo lo que te gustaría ver. Reading tenía dos escenarios en los noventa.
P. Pero esa angustia a la que se refiere, ¿no es una cuestión generacional?, ¿los jóvenes consumen los festivales con igual apremio que un adulto que se cansa antes y prioriza la comodidad?
R. Es cierto que hay un componente generacional, los mayores nos sentimos expulsados de entornos en los que no podemos digerir lo que nos ofrecen. Es más, están apareciendo festivales de bajo coste con precios baratos tipo Arenal Sound (Burriana), dirigidos a los jóvenes que están teniendo mucho predicamento. La juventud se lo pasa bien allí, puede que también porque hay una o dos generaciones que han crecido sin tener la sala de conciertos como referente para el consumo de música en directo. Para ellos consumir música es pegarse una fiesta intensiva en un fin de semana. Esto pasa. La reflexión es: ¿por qué necesitamos tener una buena preparación física y una resistencia para consumir música, cuando la música no debería ser tan exigente? ¿Por qué el entorno principal en España ha de ser excluyente para los mayores? ¿Por qué la música se ha convertido en un maratón?
P. La vida cambia y en buena medida lo hace por requerimientos del mercado y del consumo.
R. Ni el 40% del público de Woodstock iba sólo por la música, eso ha sido así siempre, es consustancial al festival como punto de encuentro, pero también creo que los macro, con la concentración propia del sistema económico vigente, que busca el máximo rendimiento en el mínimo tiempo, no sólo hacen de estos espacios el paradigma de consumo musical, sino que además impiden el mantenimiento de otros modelos que poco a poco van engullendo: salas, fiestas mayores, programaciones musicales en teatros, etcétera. Hace 25 años el festival era una manera de consumir música, ahora parece la única.
P. El efecto desertizador del festival que explica en el libro.
R. El otro día me llamó un programador de un espacio público de Riudedoms y me dijo lo que muchos otros técnicos municipales: los festivales de toda índole han encarecido tanto los cachés que para contratar grupos catalanes para sus equipamientos o las fiestas del municipio se han de dejar un 80% del presupuesto de Cultura. Se está dificultando el acceso a la cultura porque lo que costaba 15.000 euros ahora cuesta 45.000. Bien, son las leyes del mercado, pero resulta que la propia administración participa en su distorsión con sus jugosas subvenciones festivaleras. No todas y en todos los lugares, pero sí mayoritariamente.
P. Buena parte de los inconvenientes que señala en el libro hacen referencia a la imposibilidad de entrar alimentos, a los precios desorbitados de las consumiciones, a incumplimientos de la normativa laboral de los empleados, ¿no es este un campo de acción de las administraciones que además aportan dinero público para su celebración?
R. Si hay un punto en el que incidir con resultados rápidos sería este, forzar a la administración a hacer bien su trabajo, ayudar a crear tejido musical que permita conciertos no sólo en verano y no saturar el mercado con ayudas públicas para festivales que son un pelotazo en un país que vive eternamente del turismo. En general, la clase política ha olvidado que la cultura articula personas y territorio y ha sucumbido a la idea de que los festivales aportan dinero y visitantes. Olvidan otros aspectos y no garantizan que el público sea bien tratado, que se respete su condición de usuarios. Algún paso se da, y por ejemplo a partir de julio los festivales estarán obligados a dispensar agua gratis.
P. Barcelona es una ciudad de festivales, ¿cree que la administración también aquí se limita a subvencionar y darse un paseíllo por los recintos?
R. Creo que el actual Ayuntamiento de Barcelona tiene una idea muy clara del papel de los festivales y cuáles han de ser sus límites y su encaje, han pensado en ello y no se limitan a dar subvenciones. De hecho, los festivales barceloneses cumplen normas que muchos otros ignoran. Otra cosa es que las autoridades puedan llevar sus ideas donde desean. Lo cierto es que muy pocas administraciones han resistido a la presión de un festival para crecer, y el Ayuntamiento de Barcelona le dijo al Primavera que no podía crecer más, y no creció. En otros lugares eso no hubiese pasado.
P. ¿Y usted cree que aunque hayan desembocado en fenómenos masivos, son lo mismo los festivales nacidos en los 90 que los alumbrados en plena fiebre festivalera?
R. No lo toco en el libro pero sí hay una diferencia entre los festivales que nacieron en los 90, cuando era una idea disparatada y arriesgada como negocio, impulsada por amantes de la música que querían compartir sus grupos favoritos con un público aún no identificado por el mercado, proyectos de melómanos que hubieron de convencer a las autoridades y aquellos que han nacido en los últimos 10 años. Estos aparecen para llevar gente a localidades que buscan posicionarse en el mapa. Estos tienen un perfil más de pelotazo: me das dinero público y te traigo gente y saldrás en los telediarios. Ese es el plan.
P. Y en este entramado ¿cuál es la responsabilidad del público y de los músicos?
R. El público tiene la misma responsabilidad que la que tenemos como consumidores y nos dicen que debemos reciclar lo que compramos en un supermercado, olvidando que alguien envasó de forma que el reciclaje sea imprescindible porque el jamón dulce va envuelto en plásticos. Las administraciones permiten que se envase así. Tiendo a no culpar al público en general por acontecimientos que se desbordan y que sólo te dejan la opción de ir o no ir. Por lo que hace a los músicos no todos los músicos son iguales, no es lo mismo un grupo que cobra millón y medio por una hora o y otro que cobra 600 euros. A un grupo modesto no le puedo señalar por ir a un festival donde le pagarán 1.200 euros cuando en una sala igual hasta pierde dinero. La deriva es de una estructura movida por intermediarios: agentes, promotores y una administración pública que no vela por los intereses del público.
P. Como ocurre en tantos y tantos sectores de la vida actual.
R. En efecto, pero toleramos mal las malas praxis de la banca o de la industria farmacéutica y nos quejamos, pero sobre la cultura no vemos problema alguno, en especial si afecta a algo que nos gusta, caso de los festivales. En macrofestivales he visto espectáculos fantásticos, sólo en festivales o en estadios se pueden ver determinados artistas que de otra manera no vendrían jamás a Europa, los festivales tienen también cosas buenas, pero en general han pasado de ser un lugar de encuentro a un lugar donde te pierdes.
Puedes seguir a EL PAÍS Catalunya en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.