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Drogas
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Tarragonavice’: el cultivo de marihuana a gran escala

La provincia vive una fiebre del ‘oro verde’ con un creciente problema de inseguridad

tráfico drogas cantabria
Plantación de marihuanaPOLICÍA NACIONAL (POLICÍA NACIONAL)

Empoderada por una tradición centenaria de comerciantes, Cataluña había sido un canal preferente y privilegiado del tránsito de drogas en Europa. Los últimos tiempos, en especial al salir de la pandemia de 2020, el espíritu emprendedor local ha añadido una nueva línea de negocio al sector: la producción de proximidad. Por motivos aún poco definidos, pero que podrían resumirse en ancha disponibilidad de emboscado terreno virgen y excelentes comunicaciones, Tarragona vive una fiebre del oro —los sensacionalistas hablan ya del oro verde, y no se refieren precisamente al aceite de oliva arbequina de la región— en forma de cultivo de marihuana a gran escala.

Es un fenómeno completamente novedoso. Es transversal: abarca desde entornos rurales como las riberas del Ebro o las montañas de Prades hasta sótanos en zonas residenciales anodinas o naves industriales de suburbio. Es interclasista e interétnico, y se ha convertido en ocupación de multitud de jóvenes expulsados del sistema laboral en la demarcación con el paro más elevado de Cataluña.

Es un sector boyante. Según la policía y la Audiencia Provincial, Tarragona es el número uno en la producción de marihuana de Europa. Un logro que no han conseguido los grandes motores económicos tarraconenses, que el último medio siglo han sido de forma indiscutida la industria química y energética y el turismo. Por motivos obvios, no hay constituida una patronal de la droga que pueda dar rienda suelta a la propaganda de tan asombrosos resultados en sus cuentas de explotación, pero no hay que escatimar reconocimientos a esta historia de éxito y de adaptación liberal al medio. A la pole position de la productividad hay que añadir la total sincronía con la sociedad civil: según un estudio reciente de concentración química en aguas residuales, la ciudad de Tarragona es la segunda del continente en consumo de cocaína y la sexta en uso y disfrute del cannabis.

La consolidación de una industria tan peculiar en un territorio determinado no es, naturalmente, inocua. Hay violencia. A diario. Redadas constantes, dispositivos policiales de choque dignos de Baltimore. Persecuciones por los viñedos del Priorat, guerras de clanes en barriadas de Reus y Tarragona, tiroteos en Salou atribuidos a la mafia de Marsella. Menudeo y narcotráfico de élite, hay para todos los gustos y grados de dedicación. Y, con preocupación extendida entre las autoridades judiciales de la provincia, los primeros síntomas de corrupción funcionarial. El sector más dinámico de una sociedad que no ha visto venir este paraíso de la droga en qué se ha convertido la región.

La opinión pública y el debate político —ahora en campaña electoral se detecta de forma sangrante— parecen despreocupadas y ajenas a lo que sucede a su alrededor. Hay quien prefiere obviar los datos y la realidad de donde se destilan, pero la verdad es que la sangre ya corre por las calles y no se atisba ninguna respuesta convincente —más allá de la excusa pueril de culpar a los extranjeros, casi el 20% de la población— a un problema grave que amenaza de convertirse en sello distintivo de la Tarragona que viene.

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