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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El ‘Himno de Riego’

Indigna y alarma observar que tampoco se recuerde aquella lección en estos días la dolorosa lección de la cizaña entre progresistas de entonces y de siempre

Unos niños juegan bajo una bandera republicana en una manifestación en Castellón en 2016 para conmemorar el 14 de abril.
Unos niños juegan bajo una bandera republicana en una manifestación en Castellón en 2016 para conmemorar el 14 de abril.Ángel Sánchez
José María Mena

Una musiquilla alegre y desenfadada cosquillea el alma republicana cuando se avecina el 14 de abril. Es el himno de Riego. No es una marcha solemne como el himno de España, marcha prusiana de granaderos, regalada por Federico de Prusia con ocasión de la boda española de Carlos III. Ese es el origen preciso del himno nacional, solemne, pero sin letra. El himno de Riego es de origen impreciso, como Els segadors. Son músicas populares que, con variaciones melódicas y con letras épicas o mordaces, fueron transformándose en cantos de libertad. El himno de Riego, al parecer, ya lo cantaban algunas partidas que guerrilleaban contra Napoleón. Lo cantaban las tropas de Riego cuando se sublevaron en Cabezas de San Juan en 1820 contra el absolutismo reaccionario y anticonstitucional de Fernando VII. La sublevación triunfó.

El Borbón, acobardado ante la presión de la muchedumbre que le cantaba el “trágala, trágala”, juró marchar “por la senda constitucional”. Para aparentar su sometimiento a la Constitución de 1812 que previamente había derogado, firmó un decreto que decía así: “Se tendrá por marcha nacional de ordenanza la música militar del himno de Riego que entonaba la columna volante del ejército de San Fernando mandada por este caudillo”. El decreto se publicó en la Gaceta de Madrid (el BOE de entonces) el 14 de abril de 1822. Paradójica coincidencia: el himno de Riego, canto popular a la libertad y a la Constitución, alcanzó así categoría oficial de marcha nacional en aquel lejano 14 de abril, decretada por un acérrimo enemigo de la libertad. El Borbón, mientras aparentaba respetar la división de poderes como monarca constitucional, pedía auxilio a las monarquías absolutistas europeas para recuperar el poder absoluto. A su llamada acudió una fuerza militar de cien mil hombres que entró por La Seu d’Urgell en 1823 y avanzó por España sin oposición. Los constitucionalistas liberales, los progresistas de entonces, mientras tanto, estaban encizañados con sus pugnas entre los moderados pactistas y los “exaltados”, radicales.

El rey, con sus fuerzas ultrarreaccionarias y con el apoyo de la tropa extranjera, recuperó el poder absoluto. Riego fue apresado y, tras una farsa de proceso, fue ejecutado con un ensañamiento humillante. Nos quedó un mito y un himno que ha acompañado los momentos de triunfo de la libertad y el progreso. También nos quedó la dolorosa lección del precio de la cizaña entre los progresistas de entonces y de siempre. Mito e himno renacieron al proclamarse la Segunda República en 1931, y también, antes, cuando se proclamó la primera en 1873, aunque siempre sin haber aprendido la dolorosa lección de la cizaña. Por eso, indigna y alarma observar que tampoco se recuerde aquella lección en estos días. Convendría recordar, para no tener que repetirlo, el lamento y autorreproche con que se despidió, en su propia lengua materna, el catalán Estanislao Figueras, primer presidente de la Primera República, a los cinco meses de su elección, harto de disputas cainitas. “Señores, no aguanto más. Estoy hasta los cojones de todos nosotros”.

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