Ada Colau y la guerra de Consell de Cent
La bandera de la pacificación verde ofrece una posibilidad única para hablar de ideología y, al mismo tiempo, no tener que abordar reformas que incomoden a los viejos poderes económicos
No se puede exagerar la impresión que hacía caminar por Consell de Cent este sábado que el Ayuntamiento aprovechó para celebrar una fiesta de bienvenida a las nuevas superilles en un acto de impudicia electoralista alucinante. Lo cierto es que la Primavera votó Comuns con un sol de marzo post-cambio-climático que arropaba a los vecinos del Eixample tomando las calles con niños sentados en el suelo, risas y plantas. Es uno de esos casos excepcionales en los que podemos ver hasta qué punto el espacio es político sin realizar grandes esfuerzos de abstracción.
Tal y como explica el arquitecto y teórico Pier Vittorio Aureli en La posibilidad de una arquitectura absoluta, en las ciudades contemporáneas el urbanismo ha sustituido a la arquitectura o, dicho de otro modo, la economía ha barrido la política. Esto se ve especialmente bien en el Eixample porque Ildefons Cerdà pensó mucho por qué escogía el concepto “urbanismo” para su célebre Teoría general de la urbanización, que inauguraría la disciplina que hoy está en boca de todos. Eligiendo entre una distinción romana entre civitas, que remitía a la dimensión subjetiva de los habitantes de la ciudad y a su estatus legal y político, la urbs, que se centraba exclusivamente en la organización material de la ciudad. El urbanismo de Cerdà estaba pensado para liberar a los ciudadanos de las viejas jerarquías de poder mediante una aproximación científica y tecnocrática.
Pero ya sabemos que lo que en una época te libera, en el futuro puede esclavizarte. Si la parrilla del Eixample quería limar las diferencias entre ricos y pobres en una igualdad infinitamente reproducible, hoy esta neutralidad aparente del espacio habría sido cooptada por los poderes económicos que han convertido las geometrías cartesianas de las ciudades en no-lugares indistinguibles entre ellos donde el conflicto entre distintos intereses y modelos se disimula. Así, la urbs sin civitas habría degenerado en un espacio en el que se priorizan los usos económicos por encima de otros como la conciliación familiar, el medio ambiente o el asociacionismo.
Y nada mejor para destapar una falsa neutralidad que el contraste. Jugando con los conceptos de Carl Schmitt, Aureli dice que la alternativa a un urbanismo despolitizado es una arquitectura política, y que lo propio de la política es la capacidad de definir un enemigo. Basta con bajar de la calle Aragó a Consell de Cent para ver una declaración de guerra contra el coche. En la ruptura de la continuidad del Eixample, los ejes verdes devolverán la discusión política en la ciudad en niveles elementales de nuestra percepción.
La ironía es que la misma tensión espiritual explica tanto lo que nos gusta de los ejes verdes como lo que nos incomoda. Colau ganó las elecciones surfeando el podemismo schmittiano que reivindicaba la lucha de los de abajo contra la casta y, como sabemos, ha fracasado estrepitosamente a la hora de solucionar el problema del alquiler o del turismo. En cambio, la bandera de la pacificación verde ofrece una posibilidad única para hablar de ideología y, al mismo tiempo, no tener que abordar reformas que incomoden a los viejos poderes económicos. Una síntesis entre el bien común innegable de cambiar coches por plantas y el bien privado de los que se beneficiarán de esta operación. Los ejes verdes han sido diseñados para llamar la atención sobre unos enemigos y ocultar a otros, y los sentimientos enfrentados que nos despiertan son justamente la traducción arquitectónica de las contradicciones políticas entre los ejércitos que se disputan las calles. Pero volvemos a hablar de política, que es lo que lo abre todo.
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