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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Malditas maletas

Para guardar lo ajeno es mejor olvidar. Lo de los demás pesa, muchas veces en la conciencia, otras de manera más literal, sobre todo cuando tienes que guardar maletas de desconocida procedencia y contenido

Juan I. Irigoyen
Un viajero, en el aeropuerto de El Prat en Barcelona.
Un viajero, en el aeropuerto de El Prat en Barcelona.Alejandro García (EFE)

Confundo, a veces, recordar con guardar.

Creo que tenía 17 o 18 años. Era una época en el que pasaba muchas horas en una casa que había heredado mi mejor amigo, también de nombre Juan, haciendo lo que mejor hacíamos (muy probablemente lo único): matar el presente a la espera de un futuro mejor. “Si el alzhéimer no me atrapa, voy a ser un viejo muy sabio”, le solté sin ningún tipo de rubor y, seguramente, ni de abuela. Normalmente se hubiera reído. Ese día no. Cogió un boli, escribió la frase en un papel, puso mi nombre y el día y lo pegó en la pared. “A partir de ahora, todas las estupideces que se digan acá van a quedar colgadas”, me dijo. Me pareció genial. Una caja negra de estupidez, entonces a modo de adorno, en una casa semivacía.

A veces fantaseo con una caja negra de mi vida. Supongo que es porque me cuesta decir adiós: guardar para no olvidar. Siempre que sea mío, claro. Para guardar lo ajeno es mejor olvidar. Lo de los demás pesa, muchas veces en la conciencia, otras de manera más literal, sobre todo cuando tienes que guardar maletas de desconocida procedencia y contenido.

En el momento más duro de la pandemia, cuando solo había encierro e incertidumbre, me escribe mi hermano desde Argentina. “Haceme un favor: anda a buscar unas valijas al aeropuerto de Barcelona”. El pedido, ya de por sí, era de lo más bizarro. El momento, ni hablar. Revisando el mensaje de WhatsApp de la conversación, solo me limité a decirle: “¿En serio?”. Me respondió con un emoji. No me pude quejar porque suelo hacer lo mismo: cuando no sé qué decir mando un emoticono. Encuentro pocas cosas tan útiles como la ambigüedad virtual.

Unos minutos más tarde me llegó un audio, bastante extenso -rozaba el podcast- en el que una señora de nombre Mariana (ficticio) me explicaba más o menos la situación. En resumen, las maletas se habían extraviado y habían terminado en El Prat. “Cuando se abra el aeropuerto de este país de mierda, al que espero que no tengas la intención de volver, me voy a tomar un avión para ir a buscar las valijas”, concluyó. Parecía amable, pero por norma no me gusta que critiquen a Argentina. Prefiero pensarla como a la infancia, perfectamente imperfecta, casi inmaculada desde que soy padre y sé que ya es difícil que pueda cantar Volver.

Esa noche, en el piti del final del día en el balcón de cara a una calle Muntaner vacía, le comenté a mi mujer la situación. Me hizo varias preguntas: “¿Quién ese esta señora?”, “¿Son grandes las maletas?”, ¿Hasta cuándo las vamos a tener?”. Mi respuesta era calcada: “No sé”. Su cara no traducía precisamente simpatía. Al día siguiente fui al aeropuerto. La sensación era como la de un campo de fútbol en el día en el que no hay partido. No parece un campo de fútbol. El Prat vacío no parecía El Prat.

Me encontré con la primera respuesta: el tamaño. El peor de los pronósticos era una realidad, dos bloques de 23 kilos (o más). Los subí al trastero de mi casa y, cuando ya intentaba olvidar (esto sí que era olvidable) el esfuerzo de lidiar con esas dos maletas en soledad (mi mujer estaba embarazada y no podía ayudarme), mi pareja me asaltó con la pregunta inevitable: “¿Qué hay dentro de las maletas?”.

Me acordé de un compañero del colegio primario. Su talento para jugar a la pelota era inversamente proporcional a su creatividad. Se presentaba a los partidos de fútbol con una especie de maletín, de esos viejos y cuadrados, y se sentaba en el banquillo. Rara vez pedía jugar y jamás abría su maletín. Eso sí, se inventaba todo tipo de fabulas sobre lo que llevaba dentro. Y en los postpartido nos tenía a todos fascinados, especulando sobre el posible contenido. Me encantan ese tipo de personas, básicamente porque me aburren las otras: esa gente a la que te cruzas después de mucho tiempo sin verlas y te cuentan su currículo (para eso ya tengo LinkedIn, amigo) o las que se aferran al mundo de lo concreto (hablemos en abstracto, campeón). Siempre he encontrado más divertido hablar en guasa que hacerlo en serio. La broma no tiene límites; lo literal, sí.

Entonces, con mi mujer comenzamos una serie de debates sobre el posible contenido de las maletas de Mariana. Algunos lo descartamos rápidamente. “Farlopa no puede tener, las recogí de un aeropuerto”, le dije. La opción del dinero era tan tentadora como improbable.

El tiempo, en cualquier caso, borró las maletas de Mariana de nuestras conversaciones. Pero empezó la nueva normalidad y cada vez que teníamos que subir a buscar nuestras maletas para irnos a algún sitio, aparecía la misma duda: “¿Cuándo van a venir a buscar las maletas?”. Mi respuesta, la de siempre: “No sé”.

Este verano, dos años y 10 días después del primer mensaje, apareció un texto de WhatsApp desde un número desconocido: “Hola Juan, soy Mariana, la pesada que te dejó dos años unas valijas. ¿Todavía las tenés?”. Me vi tentado a decirle que no. E, incluso, hasta a hacerle ghosting. Pero enseguida me escribió mi hermano: “Boludo, tenés las valijas, ¿no?”. Sin ningún tipo de buen rollo, resolví las dos conversaciones con un escueto sí. Pero con la suerte de que estaba en el cumpleaños de un primo de mi mujer y la conversación de las maletas y su eternización en nuestro trastero alegró la tarde de los invitados. “¡Qué morro tiene esa mujer!”, “¿quién deja dos años unas maletas?”, “¡Nos robó el espacio en el trastero”… Y, por supuesto: “¿Qué hay en las maletas?”

Recordé mis tiempos en el colegio primario en los que fantaseamos sobre el contenido de un maletín qué jamás pude abrir (ahora tenía la posibilidad de hacerlo), pero sobre todo pensé en el valor que tendría para Mariana lo que yo le estaba guardando (no tenía la posibilidad de saberlo). Entre todas las respuestas y yo, un mísero candado.

La semana pasada, Mariana se presentó en mi casa con una caja de alfajores (típico dulce de Argentina que disfrutamos con los compañeros de EL PAÍS y la CADENA SER), pidió perdón y se marchó. No preguntó nada. Yo tampoco.

Benditos recuerdos. Malditas maletas.

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Sobre la firma

Juan I. Irigoyen
Redactor especializado en el FC Barcelona y fútbol sudamericano. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS. Ha cubierto Mundial de fútbol, Copa América y Champions Femenina. Es licenciado en ADE, MBA en la Universidad Católica Argentina y Máster de Periodismo BCN-NY en la Universitat de Barcelona, en la que es profesor de Periodismo Deportivo.

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