Invitación al realismo
Pensar que dejando pasar el tiempo con buenas palabras el independentismo morirá de inanición es tan iluso como creer que la independencia está al alcance de la mano
Pocas cosas como la política son tan sensibles al principio de realidad. En definitiva, el acierto y el fracaso es función de saber leer qué es lo que las propias fuerzas tienen a su alcance y qué no. Y administrar en consecuencia cada fase. Los momentos de crecimiento son especialmente delicados porque cualquier error de evaluación comporta el riesgo de estrellarse, especialmente en procesos que desbordan las fronteras de lo que esta admitido dentro de la legalidad vigente. Hay unos valores democráticos aparentemente compartidos en una democracia liberal que no siempre están reconocidos en el cuerpo jurídico —y en los espacios mentales derivados de las hegemonías ideológicas que emanan de la sociedad— y que acaban ocasionando choques que impiden que determinados conflictos —muy instalados en la sociedad— se resuelvan por la única vía deseable: la política.
La Diada de este año ha dejado dos lecturas. De una parte, la constatación de que el independentismo sigue ahí, manteniendo un apoyo popular importante, a pesar del enfrentamiento entre partidos y asociaciones. De otro lado, que el independentismo ha entrado en un callejón sin salida y que es la hora de avanzar en la superación de las vías de confrontación entre patriotismos. Las dos posiciones tienen sentido, pero las dos sufren del mismo problema: son expresión de impotencia, porque están más en el terreno de los deseos que en el de lo posible. Y esto vale para los que piden la independencia ya —aún a sabiendas de que es imposible— y para los que prometen vías de entendimiento transversal, fabulando sobre un declive que devuelva el independentismo a la marginalidad.
Por un lado, es cierto que el independentismo está estancado porque en 2017 se estrelló al seguir una estrategia que no estaba a su alcance y en este momento la disyuntiva plateada por la ANC —”independencia o elecciones”— es un brindis al sol porque la independencia no está en el orden de lo posible. Pero también es cierto que una vía de entendimiento democrático que pueda devolver el conflicto a la política no puede minimizar el apoyo al independentismo, a pesar de sus patéticas peleas de vecindario, con la fantasía de que se disolverá por agotamiento. Las buenas palabras —y algunos gestos como los indultos— que emanan del gobierno actual tienen recorrido limitado si no se traducen en cambios de fondo. Y no parece que se den las condiciones necesarias para hacer las reformas institucionales que pudieran llevar al reconocimiento del proyecto independentista. No sólo la derecha, Lesmes ya avisó en su discurso como presidente del caducado Consejo General del Poder Judicial: la desjudialización es pecado. Las propuestas de reconciliación no pueden vivir sólo de las promesas inconcretas de los socialistas. De momento, el presidente Sánchez ni siquiera se atreve a modificar el delito de sedición. Si se cree en la negociación hay que dar pasos significativos. Pensar que dejando pasar el tiempo con buenas palabras el independentismo morirá de inanición es tan iluso como creer que la independencia está al alcance de la mano. Con lo cual el futuro es inquietante: el acceso del PP y a Vox al poder sería el momento para los más rudos de cada lugar, los partidarios del cuánto peor, mejor.
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