Las buenas intenciones
Más allá de la categoría que merece el agravio y la perplejidad que produce observar como una teoría conspirativa de los atentados del 17-A puede más que cualquier respeto, lo que merecería revisarse es el ritual oficial que acompaña esta luctuosa efemérides
Por mucho que una persona diga estar preparada para la muerte no lo está cuando la provoca una tragedia. El drama que sobreviene a un adiós imprevisto, contundente, fruto del golpe seco de un accidente o un atentado. Ser víctima del terrorismo debe ser esto elevado a la enésima potencia. Planear un viaje, saciar la curiosidad, ampliar el conocimiento, cumplir con la rutina, darse al ocio y, en un santiamén, despertar a la sorpresa, presenciar el caos, presentir la fatalidad, observar el horror, rodearse de sangre e intuir el silencio definitivo.
Esto es lo que palpita en el ánimo de los familiares de los ciudadanos atropellados por los asesinos de la Rambla. O los de quienes cayeron en los trenes de Madrid, los que no salieron de la fiesta de París o del metro de Londres. Quienes estaban en las oficinas de las Torres Gemelas o en múltiples escuelas norteamericanas. También en otras de rusas, teatros, en colonias noruegas, en innumerables vuelos regulares o en las siempre alteradas iglesias amenazadas. Los que fueron víctimas de cualquier tipo de terrorismo, narcotráfico, mafia, obsesión o venganza. Intolerancia.
Laura Borràs se ha llevado todo el protagonismo de un acto que no le pertenecía. Y 10 días después, el eco de aquel desatino sigue resonando en el ambiente y marcando la agenda del regreso otoñal a la política catalana. Pero más allá de la categoría que merece el agravio y la perplejidad que produce observar como una teoría conspirativa puede más que cualquier respeto, lo que merecería revisarse es el ritual oficial que acompaña esta luctuosa efemérides.
Se entienden y aceptan las mejores intenciones. Se aplaudiría la solidaridad si ésta fuera tan cierta como concretas y reales las ayudas anunciadas en los primeros instantes y que, tiempo después, se descubren insuficientes cuando no inexistentes. Se aceptaría la ceremonia si no desprendiera el aroma de ritual que parece más cerca de la foto para el recuerdo propio que la sacudida a la memoria colectiva. Porque mientras se depositan las flores se marchita la acción evocando la conmoción y con ella la inseguridad.
Nadie puede garantizarnos aquello que no existe. El riesgo cero, por ejemplo. Pero las lógicas políticas inciden en acabar con los peligros que nos acechan cuando saben que esto es imposible porque el terror indiscriminado fue antes que la globalización así como la ley del talión antes que la misericordia que diferencia el nuevo del antiguo testamento.
Es lógico que Amics de la Rambla pidan que se acabe con el homenaje. Lo sufrieron y arrastran el estigma. Tanto comercial como anímicamente. Cinco años después siguen sin protocolos de actuación para emergencias y esperan que los barceloneses más conmovidos regresen algún día al paseo que hurtaron a sus placeres. Que se tome la medida como consecuencia de la alteración del martes de la semana pasada sería la peor consecuencia. Algo así como otorgar la razón a quienes la perdieron o callar ante el temor de que se descubra alguna verdad oculta. La vida.
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