El Illa más susurrante
Cuando ERC anuncia una ruptura de relaciones con Moncloa y en el Congreso de los Diputados, en Cataluña hemos vivido un intento de apaciguamiento
Siempre es buen momento en el Parlament para recordar septiembre de 2017. Ya saben, cuando la mayoría independentista utilizó el reglamento como plastilina blanda y maleable, y la oposición sobreactuó el -comprensible- enojo hasta la fina línea que separa lo justificable de lo patético. Este miércoles la presidenta de la cámara, Laura Borràs, ha expulsado al diputado Matías Alonso, de Ciudadanos, que la acusaba a gritos de saltarse el reglamento por haber leído públicamente una declaración de los portavoces parlamentarios contra el Catalangate. Lo cierto es que esa declaración, no siendo unánime, no podía haberse leído. Algo que la presidenta obvió en el momento de justificarse ante sus señorías. Lo que les decía, el reglamento como plastilina y la indignación impostada.
Hasta ahí la pelea por las formas. Pero el caso del espionaje a independentistas va mucho más al fondo que una simple trifulca reglamentaria. El apoyo del PSC a una denuncia formal del Parlament por las escuchas supuestamente ilegales es algo revelador y de bastante calado, toda vez que el escándalo salpica al Gobierno de Pedro Sánchez, responsable último del CNI. El mismo Salvador Illa ha ofrecido apoyo para aclarar lo sucedido y pedir responsabilidades. Lo que no ha logrado el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, es que el líder socialista le acompañara pidiendo la dimisión de la ministra de Defensa, Margarita Robles, después que ésta justificara el espionaje: habría sido excesivo.
En el momento en que peor están las relaciones de los dos Gobiernos, y cuando ERC anuncia una ruptura de relaciones con Moncloa y en el Congreso de los Diputados, en Cataluña hemos vivido un intento de apaciguamiento. Si, ya de ordinario, el tono de Illa es más susurrante cuanto más solemne quiere mostrarse, hoy sonaba como ASMR, casi seductor. Incluso ha apelado a Josep Tarradellas -referente transversal entre ERC y PSC- pidiendo “no mezclar carpetas”, es decir, que el cabreo por el hackeo de móviles independentistas al por mayor no enturbie los acuerdos en otros terrenos -léase el plan de medidas anticrisis de Sánchez, o incluso los Juegos de Invierno.
Aragonès también ha podido disfrutar en esta sesión de algo tal vez más inusual: los aplausos de sus socios de gobierno. Rasgarse las vestiduras en público y plantarse ante el Catalangate le ha sido suficiente para que Junts per Catalunya le haya dado un respiro en su habitual hostilidad. Una vez más, el independentismo cierra filas sólo por reacción, nunca por iniciativa propia. Aunque el idilio no ha sido completo: la CUP ha exigido un portazo aún más sonoro a toda relación con el Gobierno central y la diputada Eulàlia Reguant ha trufado su intervención de reproches a la estrategia dialogante de los republicanos. Siempre hiperbólica en sus metáforas, Reguant ha calificado a la ministra Robles de “guardiana de las alcantarillas”. Lo ha hecho dos veces, una estrategia retórica que siempre es desaconsejable, porque la segunda referencia no tiene nunca la misma fuerza que la primera. Si hubiera consultado a cualquier monologuista, se lo habría advertido.
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