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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

”Tranquil, Jordi, tranquil”

El joven monarca y el ambiguo gobernante disfrutaban hace 41 años de una amplísima credibilidad. Todavía no habían amasado sus inexplicables e injustificables fortunas

23F teniente Antonio Tejero
El teniente coronel Antonio Tejero irrumpe, pistola en mano, en el Congreso de los Diputados durante la segunda votación de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, el 23 de febrero de 1981.MANUEL P. BARRIOPEDRO (EFE)
José María Mena

Hoy hace cuarenta y un años del bochornoso intento de golpe de Estado del 23 de febrero. La justicia militar condenó a Milans, que había sacado los tanques en Valencia, y a Tejero, que era reincidente, a treinta años de prisión. A Armada, principal urdidor de la trama golpista insinuando el consentimiento regio, solo le impuso seis años. La sentencia militar fue recurrida en casación ante el Tribunal Supremo que la revocó parcialmente condenando a Armada a treinta años, de los que solo cumplió cinco, porque el rey le indultó a propuesta de Narcís Serra, ministro de Defensa de Felipe González.

El año pasado se cumplieron cuarenta años de aquellos bochornosos acontecimientos. Se revivieron las dudas sobre la actuación del rey, entonces cargado de credibilidad y hoy merecedor de cualquier suspicacia. Se editaron o reeditaron infinidad de publicaciones, memorias y crónicas. También se prodigaron comparaciones con la condena de los procesados del procés, igualmente acusados por rebelión, aunque no militar (sería rebelión civil, o sea, política). La comparación no está exenta de lógica porque la fiscalía, lo mismo que Vox, pedía penas de semejante gravedad: veinticinco años para Junqueras. Ahora, un año después, la rebelión militar de 1981 ya no es noticia, casi nadie se acuerda de aquella turbia conspiración concluida con una auténtica rebelión militar. Tampoco se acuerda casi nadie de las comparaciones de aquellas condenas con las impuestas a los condenados por el procés, una vez rebajada por el Tribunal Supremo la descabellada y desproporcionada acusación de rebelión y, sobre todo, una vez liberados los presos tras haber sido indultados.

Casi nadie se acuerda del juicio del procés, pero los fiscales sí. Solo hace una semana, en la Real Academia de Jurisprudencia, el fiscal Zaragoza, acompañado de la fiscal Madrigal, pensando en Cataluña, proponía recuperar una reforma del Código Penal que Aznar introdujo en 2003 pensando en Euskadi, para condenar a los que convoquen elecciones o referéndum “careciendo de competencia para ello”. La reforma de Aznar fue derogada por Zapatero en 2005 porque esas conductas “no merecen reproche penal, y menos con pena de prisión”. Zaragoza, pertinaz, aún mantenía la corrección de su acusación por rebelión, pese a que el Supremo la había desarticulado meticulosamente, condenando solamente por sedición con graves penas, ciertamente, pero no tan desmesuradas.

Se decía que el rey llamó a Jordi Pujol durante la noche de aquel 23 de febrero para tranquilizarle, cuando Tejero todavía deambulaba por el Congreso, pistola en mano, aunque no es probable que le hablara en catalán, y menos aún que usara las palabras que, pasado el sobresalto de aquella noche aciaga, decía el chascarrillo que corría por Barcelona el día siguiente: “Tranquil, Jordi, tranquil, son de la Guardia Civil”. Entonces, el joven monarca y el ambiguo gobernante disfrutaban de una amplísima credibilidad. Todavía no habían amasado sus inexplicables e injustificables fortunas. Hoy, merecedores de una general desconfianza, ante la proximidad de la benemérita, con su eficaz unidad anticorrupción, que entonces no existía, probablemente no intercambiarían aquellos mensajes tranquilizadores.

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