Monólogo a siete voces
‘El cos més bonic que s’haurà trobat mai en aquest lloc’, de Josep Maria Miró, que triunfó en Temporada Alta, se verá en primavera en Barcelona
Descubrí a Pere Arquillué (o sea, lo descubrí a lo grande) como el protagonista de Primer amor, de Beckett. Un personaje seco, con una emoción que, como el propio texto, emergía por contraste. Podía parecer sombrón, pero su humor era imprevisible. Y viceversa: aparecía tendido en una plataforma que evocaba una mesa de disección. No podías quitarle los ojos de encima ni dejar de escucharle. Cada frase tenía peso, vuelo y una inflexión inesperada. Un trabajo descomunal, traducido al catalán por Anna Soler, y dirigido por Àlex Ollé y Miquel Górriz. Aquella tarde, pues, brotó en la Villarroel un nuevo y sorprendente personaje que, como decía Beckett, “temía y odiaba el amor”. Para unos, el protagonista tendía a ser hosco y misógino; para otros era infinitamente amable.
Pasa el tiempo y nace una múltiple criatura, creada por Josep Maria Miró y dirigida por Xavier Albertí. Algunas piezas memorables del prolífero Miró serían: El principio de Arquímedes, Nerium Park, L’habitació blanca, Olvidémonos de ser turistas y La mujer que perdía todos los aviones, entre otros éxitos.
El más reciente, de Miró y Albertí, protagonizado por Arquillué, ha llevado el bello título de El cos més bonic que s’haurà trobat mai en aquest lloc. Se estrenó al final del festival Temporada Alta el 9 de diciembre en el Teatre de Salt, donde permaneció hasta el 12 de diciembre. Nueva vuelta: se anuncia regreso en primavera, posiblemente al Romea. En El cos, Arquillué encarna a todos los personajes —vivos y muertos— de la historia. Entrecierro los ojos y veo un pequeño pueblo. Y varios caídos: el asesinato de un adolescente que aparece con los genitales mutilados. El protagonista del relato se suicidó años atrás. La madre del joven, la profesora del instituto, son “algunas de las almas”. El texto, dijo Miró, “no es para un actor, sino para un tiempo y un país”. Brotan nuevos ecos que parecen los aullidos de La mort i la primavera, de Mercè Rodoreda. Un título podría ser Monólogo a siete voces, con el subtítulo de Pensado para un único actor o actriz. Miró añade, sagaz: “Da lo mismo su edad y su género”.
Arquillué nos hace ver una muerte luminosa que desemboca en un caleidoscopio de espejos y colores con un aire a Ray Bradbury. Cuesta creer que haya tantas criaturas perfumadas de verano. Ahí llega corriendo Albert, el chico de bañador rojo con tiras blancas, también conocido como “el chaval de Can Ramis”.
Hay muchos personajes en un pueblo tan pequeño. Y muchas víctimas. Y muchos felices. El padre dijo: “Soy tan feliz que me gustaría congelar este momento y que no acabara nunca”. Lluís, al que apodan Tom Selleck. Eliseu (“antes Pink, ahora Blue”). Cochazos casi irreales. Talbot. Chrysler 150. “Y moros. Con coches viejos, hechos polvo. Gente de fuera”. Ricard, el amo de la serradora. Julia, la directora del instituto. “Creételo”, le dicen. “Una de aquellas semanas que andabas por ahí, entró por mi balcón. Albert, sí. El chico muerto. Mi alumno”. Otra: “Era de noche, al borde de una piscina. Nunca había visto un agua tan turbia. Cada sueño más violento que el anterior. Cuatro de la madrugada. Me he vestido. Todo estaba tan tranquilo que asustaba”.
Coincidencias, puentes. Las fechas de nacimiento y muerte de Marilyn: 1926 y 1962.
Más historias dentro de historias. “La mataron. Hace dos años. En la carretera. Una noche. Pobre. Colombiana. Me entristezco. Una sirena asesinada”.
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