Ni un duro
Soy inquieta y pretenciosa. Tengo inquietudes y pretensiones que no me pertenecen, pero que merezco. Pero también sé que “merecer” no es un privilegio, sino un derecho
La primera vez que fui sola a Barcelona tenía catorce años, diez euros robados de la cartera de mi madre y unas veintitantas páginas leídas de la obra de teatro Las criadas, del novelista, poeta y dramaturgo francés Jean Genet. Había decidido hacer campana en el primer año de instituto para ir a plaza Catalunya, ese sitio que para mí, entonces, siendo una niña adolescente de la periferia con inquietudes artísticas y, cómo no, también pretensiones de artista, significaba el centro de una ciudad donde pasaban cosas raras, caóticas y grandes. Cosas raras como yo desayunando tostadas y zumo de naranja en el bar del Corte Inglés. Cosas caóticas como el tumulto de gente yendo y viniendo que observaba desde su mirador privilegiado. Cosas grandes como sentir que una está haciendo, por primera vez, algo por todo lo alto. Con el MNAC allí, al fondo, a lo lejos. Todo lo raro, lo caótico y lo grande a lo que podía aspirar en aquel tiempo.
El capitalismo nos roba el sentido de las palabras bajo el vocabulario de sus estructuras de poder y violencia
“Aspirar” siempre ha sido un verbo conflictivo. Incluso culpable. Sobre todo cuando somos los anticapitalistas, pobres y desgraciados, los que aspiramos. Sin saber por qué, nuestro resentimiento de clase convive con el deseo de ser y de tener todo aquello que ni nos pertenece ser ni nos pertenece tener. Aquello que ni si quiera deberíamos desear ser o tener. Traidores de clase, dicen. Traidora de clase, me digo. La inclinación de mi carácter hacia lo maravilloso me hace conflictiva y culpable en mi propia lucha de clases. Me convierto en alguien que es y tiene esto, pero que desea aquello. Soy inquieta y pretenciosa. Tengo inquietudes y pretensiones que no me pertenecen, pero que merezco. Pero también sé que “merecer” no es un privilegio, sino un derecho. Y que como derecho, a diferencia del privilegio, no sucede por recompensa, sino por justicia. El capitalismo nos roba incluso el sentido de las palabras bajo el vocabulario de sus estructuras de poder y violencia neoliberales.
“La gente no sabe a punto fijo lo que es una cárcel. Carecen de imaginación. Yo tengo demasiada. Mi sensibilidad me hace sufrir. Atrozmente. Tenéis suerte, Clara y tú, de estar solas en este mundo. ¡La humildad de vuestra condición os ahorra muchas desgracias”, dice La Señora de Genet a una de sus criadas quien, sin embargo, rica e ingenua, e ignorante, desconocía que la imaginación y la sensibilidad no son facultades de clase, sino del espíritu. Una de las condenas que persigue a las clases trabajadoras es, precisamente, la dificultad de imaginar(se) más allá de su condición de clase. Otra, la dificultad de ser consciente y/o desarrollar la propia sensibilidad, y/o la ajena. Se nos condena a no ser sensibles a imaginarnos más allá de nuestra propia miseria y precariedad. De lo contrario, se nos acusa de traidores, o de altivos, o de hacer apología del dinero y el capitalismo. Por eso no hay nada que joda más que un pobre imaginando o exhibiendo, sin complejos, su ropa, su dinero, su poder.
La inclinación de mi carácter hacia lo maravilloso me hace conflictiva y culpable en mi propia lucha de clases
Lo maravilloso, como lo raro, lo caótico, lo grande, 15 años después se me presenta de noche en hombres, en sus casas, en sus habitaciones con luz natural, en sus camas siempre deshechas a no ser que a sus mujeres de la limpieza les tocara trabajar. El sexo y, tal vez, el amor, son maravillosos. El shock de clase no tanto. Así que quizás hay algo también de maravilla en escupirles a todos esos tíos que nos gustan, a la mañana siguiente, tal vez con El Capital de Karl Marx en su librería, tal vez no, mientras juzgan nuestra vehemencia y nuestra presuntuosidad, que no valen ni un duro. En aquel momento la traición se convierte en venganza. Y yo, de vuelta a casa, andando, con un sold out absoluto de todas las funciones de mi primera gira, un chándal tejano Adidas nuevo y los botines rojos de charol de siempre, me digo: “Barna es mía”. Y me lo creo. Porque la dificultad no implica ser incapaz. Porque no existen los méritos, existe lo que es de cada uno. Porque yo esto ya lo había imaginado. Y soy y tengo, y merezco, lo que imagino.
Queriéndolo. Vistiéndolo. Contándolo. Moviéndolo. Buscándolo. Soñándolo. Que Dios nos libre del dinero, teniéndolo. “Mira las entradas, están toas vendías. Puta, soy la Rosalía”. Suena Yung Beef en mi Spotify Premium. I que em tanquin el Louvre així com el MACBA.
Juana Dolores es escritora.
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