Un Sónar de bolsillo para evocar al mayor
La redistribución de espacios generó en su primera jornada imágenes propias del festival diurno de antaño
A punto de alcanzar el final de la calle Tallers se escuchaba el retumbar de un bombo. Siempre es la antesala del Sónar, lo que no sonó en la víspera en el Sónar destinado a la inteligencia artificial, más sutil y esquiva. Pero este era el Sónar CCCB, en su primer y penúltimo día, una vuelta a las raíces del festival de música avanzada que en este año aún pandémico, aunque parece que menos, ha vuelto en formato de bolsillo. Que el tamaño y consecuentemente los aforos eran más reducidos ya se notaba en el acceso, que se hace por el CCCB, un acceso estrecho para el Sónar convencional, y no por la verja blanca que separa este equipamiento del Macba. Una vez dentro los espacios también han cambiado, atendiendo a una lógica muy razonable que indica que el primer paso para el éxito de un certamen reside en acotar adecuadamente sus dimensiones. Los organizadores del festival, gatos viejos, han acertado, y sin llegar a las aglomeraciones, la sensación de ocupación de los espacios remite al éxito. Es Sónar, sí, pero casi de juguete en comparación con el Sónar que se prepara ya para el próximo verano.
Los escenarios de este Sónar más modesto también han cambiado, solo el Hall remite al pasado del festival, y sigue oscuro, aunque también con menor aforo, ya que sus dimensiones se han reducido. Allí abrió jornada Verde Prato, que seguramente ha sido la responsable de que en el festival se oiga cantar en euskera ¿por primera vez?. Precioso su concierto, ella sola, vestida de noche, remitiendo a la música popular euskaldún aunque formulada con apoyos electrónicos. El púbico, indiferenciable de otras ediciones del festival aunque con menor presencia de aquellos que se atavían para no pasar desapercibidos, usaba mascarilla sin que nadie se lo pidiese in situ mediante vigilantes. Es más, no era extraño ver cómo el mismo público recriminaba la ausencia del protector en espacios interiores, donde algunos lo usaban por debajo de la nariz, algo tan molesto e inútil como usar contra la lluvia un paraguas agujereado. Y nada de mascarillas de fantasía, mayoría de FFP2, cuyo nombre aquí suena a penúltimo secuenciador puesto en el mercado. Y como en los antiguos Sónar, escasa producción de escena, aunque suficiente. Y como gran diferencia la ausencia de púbico internacional en términos reseñables. El catalán y el castellano reinan en el festival.
Uno de los escenarios exteriores es el Village, situado en el Pati de les Dones, donde a primera hora la música de baile de Gonzo ya hacía moverse a algunas personas que parecían serias candidatas a desencuadernarse a lo largo de la jornada. No era ni la hora del té y ya estaban despegando. Frente al escenario, una terraza acotada con mesas, espacio en el que la mascarilla no era tan presente, dada la dificultad de beber sin quitársela y la despreocupación vinculada al aire libre. En el espacio donde en el Sónar de siempre estaba el Village hay ahora otra terraza delimitada con un vallado alto de cañizo que la separa del amplio resto de la plaza Joan Corominas, donde los estudiantes de la Blanquerna salían de clase. No hay allí escenario, ni césped artificial, solo una barra y más mesas. Cosa curiosa, no se puede acceder de una plaza a otra con bebida, como si los bares que hay en ambas perteneciesen a empresas distintas que compiten entre sí. Otra curiosidad, al acceder al recinto es obligatorio llevar la pulsera que acredita ser público en la izquierda y no en la muñeca derecha como la víspera. Preguntada la razón, dado que la del A+I era gris y la del Sónar CCCB ayer era lila, una de las personas del acceso aseguró que era para minimizar las posibilidades de fraude: “son muy tiquismiquis” apostilló, refiriéndose a la organización. Inquietante pensar dónde pondrán la pulsera hoy.
El tercer escenario del festival, el Complex, está en el teatro del CCCB y no en el Macba, como en el Sónar histórico. Allí abrió plaza con un concierto muy divertido de pop electrónico Rakky Ripper, que vestida de novia así a su manera, estaba acompañada por su disc-jockey vestido de cura con sus aparatos sobre un escenario que simulaba ser un floreado altar. Voces bien agudas y filtradas, melodías pegadizas, velocidad en la variación de arreglos y bajos retumbantes. Lo que llaman hyperpo o pop maximalizado. Muy divertido. Tanto como la imagen del festival, unos árboles con orejas de plástico que remiten al estilo gamberro, surreal y por lo general sorprendente que siempre ha caracterizado al Sónar.
En la franja de última hora de la tarde del festival, y con el Pati de les Dones ya convertido en una discoteca con un gentío en movimiento que remitía al Village de toda la vida, destacaron las actuaciones de Space AfriKa, un dúo de Manchester que propuso capas de texturas granuladas y voces oscuras que evolucionaron a secuencias destinadas al baile, un baile nada evidente, macerado en sonidos angulosas y ásperos, y más tarde de Object Blue con una propuesta tirando a inasible. La jornada ya estaba disparada en espera de los artistas centrales de la noche, Tirzah y Leon Vynehall. Es un Sónar más pequeño, pero sigue siendo el Sónar
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